Egon Schiele

"No hay arte nuevo. Hay artistas nuevos. El artista nuevo tiene que ser fiel completamente a si mismo, ser un creador, ser capaz de construir sus propios cimientos directamente y solo, sin apoyarse en el pasado o la tradición"

Miguel Barnet

".. nos gusta también burlarnos del canon de las academias y de los académicos, de los poderes hegemónicos, de la bolsa de valores y de la prensa adocenada que nos castiga a diario con un lenguaje antiliterario. La literatura no es otra cosa que un antídoto frente a los valores absolutos, un bálsamo y un espejo impúdico que no debe ocultar absolutamente nada. La literatura es la verdadera Caja de Pandora de la mitología y no un tratado de armonía y belleza como quería Platón sino un salvoconducto para instalarnos en esa esfera de lo estético que condensa las aspiraciones más puras del ser humano".
Encuentro Internacional SECH -Chile

jueves, 6 de diciembre de 2007

ÁRIDO

Me he comido todas las malditas uñas, pensó Pedro frunciendo el entrecejo y mordiéndose los labios. Los perros ladraban en el jardín árido de su barrio. Desde la ventana los observó. Una mueca de desagrado ensombreció su rostro. De un par de zancadas alcanzó la mesa cubierta con hule cuadriculado. Sacó un Derby de la arrugada cajetilla y lo llevó a los labios no sin antes restregar por sus labios gruesos la manga de su polera negra manchada de té y mermelada. Aspiró el cigarro, expulsando el humo tomó su cuello con la mano izquierda, repasó la barbilla y sintió en sus dedos la aspereza del descuido. Esa tarde había deambulado por el cementerio entremezclándose entre las tumbas, sintiéndose parte de esos millares de huesos carcomidos por los gusanos tapados de mesas con placas grabadas y algunos adornados con flores secas por el paso del tiempo. Él estaba vivo, pero más muerto que sus abuelos o bisabuelos o que todos sus antepasados juntos. Este último tiempo no ha escrito nada. Estás seco, habría dicho su viejo maestro de literatura. El desierto paralizaba sus emociones y neuronas, constreñía su espíritu desde la cabeza a los pies. La hiedra desértica lo tenía sumido en la inercia. El desierto y la cesantía son como besar la muerte, pensó fugazmente. Se arrojó a la cama de espaldas y siguió aspirando el cigarrillo con los ojos escudriñando el techo grisáceo, contando mentalmente los agujeros negros del concreto. Buscó un cenicero debajo de la cama y lo instaló en su vientre desnudo. De un tirón se alisó la polera y volvió a repasar el techo. Al lado de la ampolleta había una nueva hendidura, pequeña, pero su vista podía distinguirla. Dió una última chupada a la colilla y la apaga hundiéndola repetidamente en el cenicero roto y vetusto. Quedó con los brazos estirados a cada lado de su delgada estructura. La fatiga de no hacer nada apuñalaba su pecho. La escuálida ayuda de sus viejos, no alcanzaba. Cientos de currículos, había despachado. Otras tantas entrevistas frustradas levantaban a su alrededor una cárcel invisible. Una secuencia de rostros de secretarias, sicólogos y gerentes pasaron por su mente propinándole un nuevo golpe. Movió la cabeza. No había concluido su carrera, la beca se la cortaron por haber repetido un ramo por segunda vez. En seis meses había hecho casi de todo, guardia, cajero part-time, cargador de camiones, vendedor de celulares. Todo era a plazo fijo. Era la usanza actual, la moda del mercado, la moda de la economía, el nuevo capitalismo. Nada era estable. Tampoco él. Los tentáculos de la angustia hurtaron la leve quietud de la inercia. Estoy vivo después de todo. Es posible que reciba alguna respuesta y pueda alimentarme. El recuerdo de un humeante plato de sopa lo azotó. La náusea del hambre lo llevó corriendo al baño. Un vómito gelatinoso de bilis y té sacudió su espalda agarrotó su estómago. Se afirmó en el lavamanos, intentando recuperar algo de serenidad. Se lavó la cara y humedeció sus brazos. Necesitaba despertar del letargo. El ruido de un vehículo lo acercó a la ventana. La noche estaba espesa en lluvia, en mugidos inexplicables de casas vecinas. Nada que hacer, siempre había una pareja discutiendo o niños llorando. Respiró fuerte. Alcanzó la caja de zapatos donde tenía unos medicamentos, buscó desesperado un tranquilizante. El hallazgo de un comprimido alivió su semblante. Dormiría. Sería lo mejor. Dormir, no pensar, no recordar, no despertar. Dos vasos de agua intentaron aplacar el hambre. Mañana será otro día se dijo y corrió la cortina deshilachada de la pensión. Cerró los ojos pensando en la posibilidad de un milagro. Recibiría alguna respuesta de una empresa, una de tantas a las cuales había enviado el dichoso currículo. Sonrió al pensar que si tenía trabajo, lo primero que haría sería ir a visitar a sus viejos a Putre. Podría estudiar alguna carrera vespertina. Al amanecer pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, a las doce del día, la señora Rosa golpeó la puerta para entregarle una carta. Pedro no respondió. La señora Rosa golpeó más fuerte la vieja puerta de la pieza de Pedro. Esta vez le gritó. No obtuvo respuesta. La señora Rosa tomó la manilla de la puerta y la hizo girar. La ampolleta estaba encendida, la caja de zapatos encima del mantel de hule que cubría la mesa. En el rincón del estrecho cuarto se encontraba la cama de Pedro. Él estaba acostado vuelto hacia la pared. Dormía. Ella se acercó agitando el sobre en la mano y gritó de nuevo su nombre. Pedro no respondió. Arrojó la carta y con sus dos manos lo zamarreó. Giró su cabeza para mirarlo y soltó un grito.

ACERCA DEL HUMOR EN LA PERSPECTIVA DEL PSICOANALISIS

Según la tesis de Sigmund Freud, el humor es uno de los recursos que brinda la cultura para hacer frente a la compulsión del hombre al sufrimiento "es pertinente agregar que se trata de un sufrimiento ocasionado en gran parte, por la cultura misma".

En 1927, en su artículo "El humor", Freud afirmaba que el superyó, al provocar la actitud humorística, en el fondo rechaza la realidad y se pone al servicio de una ilusión: lo que se rechaza es la realidad que aplasta, aquella que no causa sino que anula la posición deseante.

A la vez, si entendemos que la realidad es una construcción, que cada sujeto vive, de acuerdo con esa ventana singular que constituye para cada uno su propio fantasma, el recurso de rechazar aquello que agobia es una operación que permite construir una realidad diferente, donde el deseo pueda sostenerse.

Así, el humor se encuentra en línea con la sublimación y el fantasma; el humor es una operación sobre aquello que ocasiona sufrimiento y que, al ponerse al servicio de una ilusión, habilita el sostén fantasmático que relanza el deseo.

Tal como en el breve poema de Samuel Beckett: "Frente a lo terrible, hasta hacerlo risible".

Jean Paul Richter, citado por Freud y también por Pirandello, caracteriza el humor como "la inversión de lo sublime".

A diferencia de lo bello, vinculado con el placer y la armonía, lo sublime sería "el terror que deleita".

En esta referencia a lo sublime invertido puede ubicarse una de las características más importantes del humor: el sentimiento de lo contrario.

Esta inversión, dice Richter en su "Introducción a la estética", desciende a los infiernos pero abre las puertas del cielo.
Y agrega: "Cuando lo pequeño, como en el humor, es medida y ligadura infinita, genera una risa en la que hay dolor y grandeza".

Desde esta perspectiva podemos entender el "afecto ahorrado" en el humor, que menciona Freud. En 1905 "El chiste y su relación con el inconsciente", al establecer las diferencias con el chiste y la comicidad, Freud lo plantea así:
"Su condición está dada frente a una situación en la que, de acuerdo a nuestros hábitos, estamos tentados a desprender un afecto penoso, y he ahí que influyen en nosotros ciertos motivos para sofocar ese afecto in statu nascendi".
Ese afecto o sentimiento penoso es interceptado por la actitud humorística y produce una pérdida de goce, con la consecuente ganancia de placer.
La comicidad que ridiculiza y desenmascara contribuye con el humor a confrontarse con el revés de la idealización y a rebajar aquello que parecía más eminente.
El chiste, la ironía, lo cómico, se diferencian pero confluyen con el humor, y esta confluencia tiene gran importancia para pensar las intervenciones del analista, bajo condiciones tan adversas como las que se nos presentan actualmente.
Ante la desesperación que hace perder el control de los actos y ubica al sujeto como carente de recursos, es necesaria una intervención que permita abrir la pregunta y acotar la posición gozosa.

Parafraseando a Kafka, se trata de arrancar a la desesperación el suelo que está pisando.

Lacan utiliza un luminoso retruécano para referirse al chiste: El placer de la sorpresa y la sorpresa del placer.
Sabemos de la importancia que tiene la posibilidad de sorprender y sorprenderse, para poder despertar.
El fin de un análisis debiera traer una nueva y distinta capacidad de reírse, sobre todo de uno mismo y hasta de la propia muerte, como en el ejemplo freudiano del hombre que, conducido un lunes al cadalso, comenta: "Mala manera de empezar la semana".


Ver BLOG de CICERONE

EL ABSURDO Y LA FICCION

No existe nada más dañino que no querer ver y esa premisa se traslada a cualquier tipo de ámbito, oir no necesariamente es escuchar, mirar no es ver ni menos obervar, la diferencia la encotramos en la profundidad del ejericicio como en el interés de utilidad y profundidad reflexiva que conferimos a estos propósitos.
Todo este preludio mediático es necesario para reflexionar en torno a las afirmaciones del iconoclasta laucha, quién desde su trinchera intelectual (muy loable y resptable) emitió dos axiomas que me quedaron dando vuelta y que en el fragor de la caminata desde mi lugar de trabajo al colectivo, me permitieron encontrarle el sentido necesario que me impulsó a escribir estas diatrabas.
El que la vida es una ficción y que el absuro es una eficiente forma de estar en el mundo cobran un profundo sentido en este momento debido a la deconstrucción personal que soy capaz de generar luego de darle vuelta a estas afirmaciones durante días.
Es interesante repensar el sentido que tiene desapegarse de la formalidad y homogeneización impuesta por las normas y relaciones sociales cotidiana y empezar a enfocar la intervención desde otro prisma. Provocar con la ironía, reirse de lo obvio en el absurdo, exagerar el accionar frente a lo que no quiero hacer como forma de demostrar que no lo hago por lo sinsentido y absurdo que lo encuentro, es una estrategía muy provechosa, ese juego de hacer creer a la gente que su propuesta es transcente, aunque sea una mierda, y exagerarla hasta el absurdo es un placer casi orgámismo que traslada la sensación de maldad infantil a la búsqueda de experiencias nuevas donde radicalizar esa forma de expresión.
El absurdo lo aguanta todo y la construcción de mis historia en mi ficción me permiten buscar y rebuscar mis sentidos en mis narraciones que cómo proyecciones, en muchas casos funcionales, que se rearticulan con la capacidad discentiva o consensual de establecer coordinaciones conductuales generan la posibilidad de rebeldía desde la perspectiva de la inteligencia no convencional.
Me resisto a la convención de hacer por hacer y como me aburrí de pelear pretendo y estoy logrando lo mismo pero de otra forma.
El absurdo se vé inofensivo pero es manipulador y nuestra ficción legitima y transparenta nuestro ser y hacer y más aún nos desliga de toda justificación funcional a lo establecido y nos devela en la honradez de la búsqueda permanente, dinámica y recursiva de nuestra identidad. O sea y en el fondo, todo es un problema de identidad.

http://eleazarojedasalamanca.blogspot.com/

A propósito de solidaridad:las diferencias





Entre mujeres:
Una mujer no llegó a su casa una noche. Al día siguiente le dijo a su esposo que había dormido en casa de una amiga. El hombre llamó a las diez mejores amigas de su mujer. Ninguna sabía nada del caso.







Entre hombres: Un hombre no llegó a su casa una noche. Al día siguiente le dijo a su esposa que había dormido en casa de su amigo. La señora llamó a los diez mejores amigos de su marido. Ocho confirmaron que había dormido en casa de ellos, y dos insistieron en que todavía estaba ahí y que no se preocupara.

Moralejas



1ª clase

Un hombre entra en la ducha poco después que su mujer y en ese mismo instante suena el portero de casa.
La mujer coge la toalla y se la envuelve alrededor del cuerpo, baja la escalera corriendo y abre la puerta: es Juan, el vecino.
Antes de que ella pueda decir nada él le comenta: Te doy 800 € en este momento en billetes si dejas caer la toalla!
Reflexiona y tras un instante la toalla cae al suelo… Él la mira de arriba abajo y le devuelve la cantidad prometida.
Ella, un poco desconcertada, pero contenta por la pequeña fortuna ganada en un momento vuelve al servicio.
El marido, que sigue bajo la ducha le pregunta que quién era.
Ella: era Juan.
El marido: Perfecto, te habrá devuelto los 800 € que le dejé!?

Primera moraleja:
Si trabajáis en equipo, compartid siempre las informaciones!

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2ª clase

Conduciendo su coche, un cura espabilado está acompañando a una joven monja al convento.
El cura no consigue quitar la vista de sus piernas cruzadas.
De pronto deja caer su mano en la pierna derecha de la monja.
Ella lo mira y le dice: Padre, no se acuerda del salmo 129?
El cura quita rápidamente la mano y comienza a dar mil excusas.gato spia
Poco después, aprovechando un cambio de marcha, deja que la mano acaricie la pierna de la religiosa, que impertérrita comenta: Padre, no se acuerda del salmo 129?
Mortificado, retira la mano, balbuceando una excusa.
Llegados al convento, la monja baja si decir una palabra.
El cura llevado por el remordimiento por sus insensatos gestos se precipita por la Biblia en busca del salmo 129.
Salmo 129: Id delante, siempre más arriba, encontrareis la gloria…

Segunda moraleja:
En el trabajo, debes estar siempre bien informado!

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3ª clase

Un representante, un empleado y un director del personal salen de la oficina al mediodía y van hacia un restaurante, cuando de pronto se encuentran una antigua lámpara de aceite.
La frotan y aparece el genio de la lámpara.
En general concedo 3 deseos, pero ya que sois 3, tendréis uno cada uno.
El representante chilla: Yo! Yo! A mi me toca primero! Quiero estar en una playa incontaminada en las Bahamas, siempre de vacaciones, sin un pensamiento que moleste mi descanso!
Dicho eso, desaparece.Boss
El empleado chillando: Ahora es mi turno! Yo! Yo! Quiero degustar una piña colada en una playa de Tahití con la mujer de mis sueños!
Dicho eso, desaparece.
Ahora es tu turno, comenta el genio, mirando al director del personal.
Quiero que después de comer esos dos vuelvan al trabajo!

Tercera moraleja:
Dejad siempre que el jefe hable primero!


Fuente: www.unangelo.com

martes, 4 de diciembre de 2007

PROTOTIPO


Miriam se pasea por el pasillo oscuro de su casa. Vive sola. No es algo que la perturbe. La angustia se acumula en su garganta y ensombrece su rostro. Siente que un nudo crece en su abdomen. Camina hacia el jarrón de flores blancas, deja caer su mirada por la tierra reseca. Se da vuelta y reanuda su andar calmo por la franja estrecha que la madera caoba hace más ceñida, más angosta. Sabe que algo sucederá, lo presiente. Todo ha sido repentino. Su cabeza retoma el instante en que Alicia, su colega de departamento le anunció la llegada del nuevo jefe para el día siguiente. Martín había renunciado, al menos así lo había anunciado una semana antes al personal. Nuevamente se sobrecogió. Le tenía cariño a su ex superior. Tantas jornadas compartidas, trabajo, risas, malos ratos. La partida de Martín la había afectado. Todos comentaron el sorpresivo acontecimiento. Agujas de incertidumbre perforaron sus rutinarios movimientos. La expectativa los tenía enfrascados en conversaciones y sucesivas interrogantes: ¿Quién sería el nuevo gerente? ¿Cómo sería?, ¿joven o viejo?, ¿un déspota, un gruñón, un inconsciente? El ambiente de trabajo se nubló de enigmas, incógnitas que hacían más enorme el vacío dejado por el gentil y noble Martín Sierra Kass. Las nubes la escoltaron hasta su casa. Dio una ligera mirada a esas flores impertérritas y se sentó pensativa en el borde del amplio y verde sofá de cuero que anunciaba imponente el fin del pasillo largo, oscuro y estrecho. Resignada a la llegada de un nuevo espécimen que le diera órdenes sin la extrema cortesía de Martín, se fue a la cama. El silencio desvestía incertidumbre. El canto de un grillo la acrecentaba. Tuvo un sueño intranquilo. Al día siguiente, al llegar a la oficina, es la misma Alicia quien le informa: el nuevo jefe quiere reunirse con todo el personal a las diez en punto. Miriam repitió para sí, a las diez en punto. La angustia transitaba desde su garganta al vientre y viceversa. A las diez menos un minuto, todos dejaron sus sillas y como llamados al servicio militar se dirigieron a la sala de reuniones. La sala estaba vacía, cada uno se acomodó donde quiso. Ella se quedó sentada atrás, en la última fila. Acompañado del presidente de la compañía, apareció él, con su rostro blanco, su frente amplia y sus sonrientes ojos verdes destacándose en su perfecta y alta figura vestida de impecable traje gris. Todo en él reflejaba la más completa satisfacción. Miriam tosió con la cara enrojecida, él la miró con atención y volvió el rostro hacia el ejecutivo superior. El presidente con un breve discurso lo presentó al personal. Javier Pérez del Salto tomó la palabra. Habló breve, claro, preciso. Era el prototipo del ejecutivo perfecto. Inteligencia y oratoria unida a prestancia. Hombre sin mácula ni arruga. Miriam encogida en la silla de la luminosa sala comprendía la angustia que había padecido. Javier Pérez del Salto había sido su primera pareja cuando ella tenía quince años. Javier Pérez del Salto era el padre de su primer hijo. El hijo que la había obligado a abortar. Un nuevo ataque de tos le sobrevino, se levantó con un pañuelo cubriendo su boca. La tos cedió pero el corazón rebotaba en su interior. Dirigió sus pasos hacia el nuevo gerente de la empresa, trastabilló, pasó a rozar el impecable traje del estirado presidente de la compañía, se repuso con rapidez y se instaló frente al nuevo y presuntuoso ejecutivo. Dos sonoros palmetazos retumbaron en la sala. Una incrédula audiencia vio salir a Miriam. Ella, lentamente se desplazó hacia la puerta y se dirigió hacia la calle. Los rayos del sol resplandecían.

lunes, 3 de diciembre de 2007

TOCADO

La noche zumba con violencia. El viento refriega los oídos y los cristales lanzan aullidos. Una llama indefinible envuelve la primavera. Juan no puede resistir el impulso de abrir la ventana y gritar como un energúmeno. Está poseído por la rabia. Tiene una carta en la mano, un papel arrugado envuelto por cuatro dedos enrojecidos. Grita otra vez, y alega con imperceptibles palabrotas por ese ruido ensordecedor que viene desde la cancha de tierra de su barrio popular. Sí, porque Juan pertenece al segmento ese que los expertos economistas denominan D3, vive en un barrio invadido de canes o quiltros. Ironías. Alguna vez la máquina del tiempo lo llevó al planeta de los ideales realizados, tocar su música. Alguna vez sus sueños emprendieron vuelo, estuvo en gigantescos eventos y participó en actividades artísticas nacionales. Pero la vida tiene vueltas, como los cambios de las estaciones de este año. Incomprensibles. Juan vuelve a gritar con mayor fuerza, el papel parece desaparecer de su mano izquierda, los vecinos de los pisos bajos lo hacen callar. El rostro de Juan está rojo. Arde. Arde con la furia del viento, como el golpe violento de un rostro invisible tras el cristal sucio de polvo y sueños corroídos. .Antonieta subió corriendo las escaleras del block blanco y rojizo, ignora qué le sucede a su amigo Juan, en la semioscuridad de los escalones, casi tropieza con la reja color verde. Escuchó a Juan gritar de nuevo, llegó a la puerta de entrada, ¡Cállate, por favor! Dijo con voz suave, los vecinos están enojados, subirán a pegarte, te trataran mal, harán que te quiten el departamento. Cálmate Juan o no tendrás donde vivir, suplicó esta vez pálida y trémula. Él la miró con los ojos entrecerrados, lentamente moduló estoy en mi casa, soy libre como el viento y puedo gritar cuantas veces quiera y dio unos pasos hacia ella, y puedo hacer lo que me de la gana con el viento, la ventana y los turbios mensajes que recibo por Chileexpress. Su rostro era amenazador y arrastraba las palabras mientras mantenía el papel prisionero de sus dedos firmes, largos. La violencia se había vestido de duendes deformes y dislocados bajando del techo al piso reluciente o emergiendo del piso y los muros en una carrera maniática, la jadeante respiración de Juan y sus pequeños acompañantes teñía de carmesí el espacio cuadrado de la sala de estar. Soy un artista le dijo y mira lo que me ha llegado de la Sociedad del Arte Musical Contemporáneo. María Antonieta no alcanzó a leer, él le dijo me han vetado para actuar en la primer, tercera, quinta, sexta, novena y décima región. Estos malditos los lograron, dijo con la voz temblorosa por la angustia y el desencanto. Era un artista reconocido, pero el destino o la neblina impredecible del azar, ambos descompuestos por el tráfico de influencias y el típico chaqueteo del ambiente artístico nacional, lo habían vetado. Estaba casi en la miseria, el papel escueto, refrendaba el hecho. Juan podía gritar pero ya no tenía espacio para practicar su pasión: la música. Peor aún, estaba impedido de trabajar. Los escenarios se escabulleron de su arte por un simple papel cargado de embustes, envidia y odio. Fue entonces que María Antonieta le arrancó la carta de la mano, la hizo mil pedazos y corrió a gritar lanzando los fragmentos blancos junto al silbido atronador del viento primaveral. Los papeles volaron hacia la cancha de tierra. Uno que otro quedó bajo las patas de algunos tiñosos quiltros. María Antonieta le dijo seria: tendrás que buscar trabajo, Juan se fue al rincón donde estaba su sillón predilecto, movió la cabeza, levantó las manos y se puso a reír como un loco. María Antonieta escuchó unas palabrotas desde la vereda y cerró de un golpe la ventana, Observó como los duendes rodeaban a Juan. El hálito del terror se había esfumado con las carcajadas, los duendes se convirtieron en espectros vestidos de dorados trajes, de cabelleras rojizas con manchones azules, desplegaban amables sonrisas como si estuvieran ante un público invisible en tanto sus minúsculas manos acariciaban la rubia y larga cabellera de su amigo. Juan había abandonado las carcajadas destempladas, sonreía plácido, con las manos cruzadas al pecho. Los pequeños pies de los espectros danzaban a su alrededor. Ella avanzó hacia la puerta. El viento de la noche zumbaba en los oídos. Definitivamente, no podía comprender a Juan.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Perfidia


Toda la vida era para Leyla una historia mal hecha, una pancarta de sombras clavándole las vísceras y expulsando víboras de sus delgados labios resecos. Su rostro era mustio, la curva de sus labios amarga. Criticaba a todos y todas, hombre, mujeres o cosas pasaban por su afilada lengua. Ninguno quedaba en pie. Si alguien le contaba algún logro, tenía la fórmula perfecta para bajarle el ritmo alegre a la noticia. Yo la observaba. No lograba entenderla. Rodeada de lujos y de frecuentes viajes por europa o asia, Leyla se vestía a la moda de la mano de un ropero que cubría doscientos metros cuadrados de su gigantesca casa. Era una mujer que tenía todo lo que el dinero puede comprar. No dejaba de preguntarme: ¿Qué podía faltarle que la hacía ácida o la llevaba a colgar de su cuello la infelicidad en su fastuoso cordón de oro macizo? ¿Cómo podía ser distinta a su hermano?. Él era sencillo, humilde, cariñoso. Ciertamente no podía comprender cómo Leyla podía ser hermana de mi marido.

Ir a su casa y encontrármela era como estar junto a una arpía, no tenía alternativa, era mi única cuñada. Jaime era afectuoso, dulce, comprensivo. Recién habíamos cumplido seis meses de casados. Después de visitar a su hermana y su madre, Jaime salía de la casa de su hermana repitiendo con voz suave: no le hagas caso, ya sabes como es. Mi pobre hermanita no tiene remedio. Y acariciaba mi espalda con ternura, consolándome con la mirada llena de amorosos mensajes. Si la madre de Jaime no viviera en esa casona, no me preocuparía. Él se pasaba justificando a su “pequeña hermanita”. Así la llamaba. ¡Qué ridículo!. Qué complicado debe ser vivir con ella, pensaba yo, pobres sus hijos, pobre su marido, pobre mi suegra. Tenía temor de encontrarme con Leyla, ir a ver mi suegra al palacete de mi cuñada se transformó en un suplicio, la situación se tornaba insostenible. Empecé a mentirle a Jaime: me duele la cabeza, tengo dolor de estómago, estoy muy cansada, las primeras dos semanas él aceptó mis excusas, pero, luego ya no sabía que decirle, la tercera semana fingí un esguince. Eso me permitió un descanso de tres semanas más sin ver a la, a estas alturas, repugnable Leyla. Llegó el día en que mis pies se agotaron de disimular o que ya no era posible seguir con el engaño. Decidí conversar con Jaime y contarle lo que me sucedía. Su cara pasó de la palidez total al rojo vivo, mi amado Jaime, dulce marido, no pudo soportar haberse casado con semejante monstruo, que se expresaba de esa manera de su propia sangre. Eres una infame, dijo, una bestia insensible, como sino fuera suficiente ser una bestia, pensé asombrada, ¡monstruo!, espetó fuera de sí, ¿cómo no puedes comprender a mi querida hermanita?, con los ojos desorbitados se sacó el cinturón, empezó a darme correazos por las piernas y el trasero, luego un palmetazo en mi cara. Un puntapié terminó conmigo en el suelo. Las víboras salían multiplicadas de los delgados, resecos labios de Jaime.

martes, 27 de noviembre de 2007

Miseria

¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, dicho esto, arrojó la boina sobre el sillón de color burdeo (color que Ignacio aborrecía). Rebeca lo miró extrañada. Ignacio tenía su genio, y sus manías de poeta, pero nunca había llegado enfurecido ni golpeando la puerta ni con la terrible ira de hoy que cubría la atmósfera de la casa. Sin decir palabra, se dirigió a la cocina a prepararle un té, pensó que tal vez el líquido caliente, ritual cotidiano, le compondría el genio. Unas palabrotas más irrumpieron en la cocina. Supo que era inútil seguir calentando agua para el té, en la alfombra, de guata, histérico y brutal Ignacio se veía un vulgar maniquí, con menos dignidad que el encontrado en la calle Bandera. Idiotizada por la escena lo miró de pie al borde del fleco amarillento de la alfombra damasco. Recordó que en la mañana Ignacio como nunca despertó feliz, había terminado de armar unos libros y programado realizar unas visitas para ofrecer algunos y obtener dinero para pagar el gas o la luz, salió alto, hermoso, vital con la mochila al hombro. Vender sus libros, hechos por él, le producía una alegría enorme, se desbordaban por las paredes picaflores multicolores y un vaso de vino en la poltrona gris sellaba el día saludando las sombras benignas de la noche penquista. Eran jornadas en los que ella se sentía en completa armonía con el cosmos, que Ignacio, su querido hijo vendiera sus textos, su obra poética y se sintiera realizado era el anhelo que la conservaba con vida, con ganas de seguir adelante pese a las penurias económicas que pasaban. No podía ser de otra forma, ella viuda, Ignacio, su único hijo, artista y cesante. Vivian en Chile. Sin saber qué hacer vio a su hijo llorar de rodillas desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció su pecho. Se sentó y esperó paciente. No tenía mucha claridad respecto a qué esperaba. Que Ignacio callara, que le relatara lo que sucedía, saber tal vez quién le había dañado. Habían transcurrido tres horas desde el arribo de su hijo a casa. Calmado, con el rostro desfigurado por el dolor y la impotencia le dijo: no reciben más libros artesanales en las librerías, y a quienes les ofrecí, respondieron que no tenían plata para comprar Hu........., me encontré con unos excompañeros de universidad y me pidieron libros, es decir que se los regalase. ¿Por qué será que la gente siempre quiere que le regalen los libros? Tenía la mirada nublada, la tristeza anegaba sus pupilas. El desencanto era total. Rebeca se sintió invadida por la silueta de la muerte. No quiso resistirse. Miró a Ignacio con ternura. Su cuerpo resbaló de la silla.

Marta, la amiga que me narró esta historia me dijo vi cuando Ignacio se arrodilló sobre la alfombra, lloraba desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció mi pecho.

No pude dejar de exclamar: estamos en Chile, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!

lunes, 22 de octubre de 2007

Equívoca comparación


Eran las 4:43 de la madrugada del 22 de octubre. Lo recuerdo bien, miré el gabinete abierto del computador. Le falta un ventilador, dijo mi hijo, pero andará bien, no te preocupes. No le creí. El hardware exhibía el interior, dejaba al descubierto sus vísceras de tonos azules, blancos y rojos. Lo miré con cierto desdén, me pareció vacuo, amorfo, sordo, ciego, como aquella ejecutiva en el día de la reunión mensual del comité. Conforme a lo que conferenciaba, su labor era perfecta. Todas las actividades de su unidad se habían efectuado correctamente. La escuché pensando en cómo podía exponer fríamente que todo marchaba como un reloj si recién acabábamos de informarle las fallas del sistema. Sin decirlo directamente, no aceptaba nuestras quejas y protestas evidentes, considerando los resultados observados por nuestros ojos especialistas. Permanecía impasible, como autómata repetía el discurso preparado con su ingenieril eficiencia. Discutible por cierto. Seguro le faltaba más de un ventilador, sus cables estaban empolvados y sin tarjeta madre que la alimentara o retroalimentara. ¿Qué podíamos saber nosotros enanos ignorantes ante su mayúscula inteligencia e incuestionable eficacia? La paciencia se dibujaba en nuestros rostros y sus palabras resonaban en los oídos como una letanía. La impotencia selló nuestros labios. O el sopor de la tarde con 27 grados azotándonos a las cuatro y treinta de la tarde. Fue cuando pedí un vaso de agua para tomar un remedio, un sedante para calmar el ansia de refutar, reclamar, hacer visible la molestia. Me pareció que todos imitaron, de alguna forma, mi gesto. Los observé atenta, uno, trazaba líneas en la carpeta blanca, otra se miraba el barniz de las uñas, el joven integrante, que fácilmente podía ser uno de mis hijos, jugaba con su lapicera azul mientras miraba obsesionado, la punta dorada, el anciano maestro tocaba insistente el marco de sus gafas. Supe que apaciguaban la ira, esa dinamita que comulga con la injusticia, a punto de estallar desde el diafragma o las vísceras. La ejecutiva estaba sorda, ciega, exenta de un buen procesador. Igual que el PC lucía la impúdica frialdad de sus zonas recónditas. Jamás una consulta, una pregunta, algún atisbo de humildad, para quienes se supone estamos cotidianamente en la trinchera, en el campo de batalla, lejos de un sillón preferencial desde donde se fomenta la burocracia, esa lentitud desesperante que obstaculiza el cambio anhelado. Una acción expedita que optimice el panorama. Nosotros trabajamos por amor al arte. Ella, inconscientemente, justificaba sus emolumentos, mensuales y fijos. ¿Qué sabe ella lo que enfrentamos día a día? ¿Cómo reaccionaria al estar frente a nuestros pares, los numerosos críticos implacables del sistema? ¿Ante quienes nos tenían en el dichoso comité? y ante los cuáles, intrépidos, damos la cara. Su fatua actitud nos habla de un desconocimiento absoluto de la realidad. Y ella gana el dinero.

Después de la reunión, estuvimos de acuerdo en que la joven ejecutiva presentaba visibles manchas de soberbia mezcladas con prepotencia académica. ¡Qué hacer!, así es el sistema dijeron todos al unísono y con rostros sombríos. Yo asentí, empapada de olor a oveja, tampoco quise darle más importancia para no alterar más mi presión arterial. Ahora que lo pienso, este computador con una tarjeta madre de dudosa calidad y aún cuando le falta un ventilador funciona más eficazmente y con visible humildad y respeto. Plausible. Definitivamente, no puede compararse a la mujer vestida de gris.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Calle San Diego

En la calle San Diego de Santiago de Chile, existen dos hileras de pequeños quioscos que exponen y venden al público, libros usados, pirateados y también versiones originales.Recorrí a paso lento y con hambre de ratón literario los puestos de venta. Libros de Isabel Allende y autores extranjeros se encontraban en cantidades impresionantes. Pocos autores chilenos, excepto uno que otro libro de José Donoso, el libro de Malucha Pinto, y algún otro desconocido colgaba de un estante del primer librero. En otros, Sthendal, Kuorac, Borges, entre libritos de sopas de letras y puzzles diversos exhibían sus portadas envueltas en plástico transparente, junto a diccionarios que claramente son ediciones antiguas para este año. Múltiples cuentos, en ediciones minúsculas y baratas, para estudiantes de básica y media se mezclaban con textos para profesores. Pero otros textos escritos por chilenos, salvo el de Delia Vergara, Conversaciones con Lola Hoffman, “El inútil de la familia” de Jorge Edwards, “Antología de Aire” de Rojas, “Versos para combatir la calvicie” de Nicanor Parra, Elizabeth Subercaseux, en otros quioscos, nada. Me acerqué a un puesto ubicado casi al final de la faja de ofertas, pregunté por el Arco y la Lira de Octavio Paz, algún libro de Diamela Eltit, de Berenguer, Montecinos, no habían. ¡Ah!, pero Bonsái de Zambra, un libro pequeño, pirateado se ofrecía en ocho mil novecientos pesos, el de Donoso, La desesperanza, en diez mil pesos. Aquel librero insistía que Bonsái no lo encontraría más barato y añadió pero ¿sabe? el libro de Pablo Simonetti se lo puedo vender a dos mil quinientos y se dirigió a la trastienda para volver con el libro en la mano, me lo pasó con cara “ahora sí, hago negocio”, yo lo tomé y leí la contraportada, estaba enfrascada en la lectura cuando el hombre, después de describir las bondades del libro: que era todo éxito, que era bueno, se vendía mucho etc., lo más destacable para él, el autor “es gay”, y siguió con lo “mino” que era el autor, la buena facha que tenía y añadió mientras yo hojeaba las páginas de letras deslucidas: son las mismas editoriales las que nos venden libros pirateados. El nombre de un editor, integrante de una importante entidad nacional sonó en mis oídos, levanté el rostro y sonreí. Le respondí, se comenta ese hecho en el ámbito literario, qué lamentable. Me fue imposible disimular la pesadumbre. ¿Usted escribe? Consultó con interés. Sí, respondí, pero no le daré mi nombre. No me conoce nadie. En esa respuesta reflejé la realidad de miles de escritores chilenos. El hombre respondió sonriente: parece que hay que ser gay para tener fama y éxito con las ventas. No sólo eso, sino que se debe poseer dinero, mucho dinero para pagar a la editorial, el marketing y los canales de distribución. ¿Cuesta mucho publicar?, consultó incrédulo. Sí, mucho dinero para el bolsillo escuálido de los escritores. Esa es la razón por lo que se ve poco libro escrito por autores nacionales, dijo, además está llegando mucho libro importado, es más barato. Así veo, respondí. Le entregué el libro de Simonetti y me despedí con cierta desazón.

Cargué en mis hombros el peso de la batalla que no hemos podido vencer los creadores de Chile. Los capitales muerden con saña los gastados ojos y sesos de los escritores nacionales. Hasta cuándo me pregunté, encendí un cigarrillo y me alejé a paso rápido. El librero sin saberlo, había puesto el dedo en la llaga. Recordé “La desesperanza” de José Donoso. No fue un escritor exitoso, fue un gran escritor. Por lo menos hoy está en vitrina.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Poemas de Ingrid Odgers

REFLEXIÓN


Ingrid Odgers



Comienza la aventura de un sueño
La penumbra familiar aletea sus párpados
No sé lo que es ser poeta
Precisamente es una evidencia lo que me hace escribir poesía
o ¿axioma?
Una marca invisible que a nada me vincula
Una práctica que parte de una sombra
Un destino no elegido
Una lengua que muerde mi inconsciente
O la ausencia pesada insoportable
del límite
del juicio
quizás la certeza de no desear ser víctima
de un acontecimiento que viene del azar
o la ceguera:
La falta de memoria
Quizás Ser poeta
Es luchar contra
ese HORROR.


Génesis

Iremos al jardín cerrado
al génesis
Al polen y los pétalos
Al agua y las ramas
Volveremos
Volveremos
Nuestros cuerpos contemplarán el sol del mediodía
Conoceremos de los muertos su cansancio
Y nos tocará el verdor de su reposo

Después

Puede la noche ser más larga que el ocaso
Puede este grito ser más hondo que el abismo de tu boca
Puede esta música doblegarse ante el imperio de tu nombre
Y nada más queda luego de tus labios
Y nada palpita luego de tu vientre

martes, 18 de septiembre de 2007

Fineza

Finos versos dijo él. Yo sonreí y permanecí muda. Había leído el poema antes que José Pedro. Tenía mi propia visión respecto al texto que él, satisfecho, mantenía en su mano. Para mi era un poema bien armado pero le faltaba alma. No me produjo ninguna sensación. Me miró inquisidor, yo me senté en el sillón y encendí un cigarrillo. José Pedro con esa actitud de suficiencia que le caracterizaba mantenía sus ojos fijos en mí. Yo pensaba qué se creía este poeta para catalogar poesía como si poseyera la verdad absoluta y ensalzar tanta palabra sagazmente meditada por Raúl, otro poeta intelectual como él. Releyó unos versos en voz alta y se paseó por la alfombra azul. Volvió a clavar sus ojos en mi figura. Signos de interrogación danzaban en su semblante de larga barba. Permanecí callada. No deseaba iniciar una discusión. No más. Quería dejarlo con la duda y el silencio casi siempre es un recurso que funciona. Ese poema no tiene alma repetía una voz en mi interior. Mi espíritu reaccionaba, enérgico, categórico. Fiereza. Sí, fieramente el espíritu se manifestaba pero el deseo de no romper la armonía me mantenía en completa mudez. Apagué el cigarrillo. Me voy, dije. No, no te vas. Quiero saber tu opinión. ¿Para qué? Respondí y tomé el maletín. Lo sentí pesado, demasiado. Hice un esfuerzo para no emitir una palabra. Tú sabes que estos versos son fabulosos, ¿cómo mierda no puedes verlo? Había vuelto al lenguaje vulgar. Esta vez yo fui quien lo miró. Raúl y yo somos los mejores poetas de la región, lo sabes bien, afirmó en voz alta. Ahí está otra vez, pensé desalentada. Había perdido de nuevo la compostura. Estaba acostumbrada a su ego, pero también cansada de lisonjearlo para que fuera feliz. Siempre he creído que en Concepción estamos atiborrados de buenos poetas, ¿para qué tanto escándalo? Me tenían cansada las comparaciones, las críticas de José Pedro, las tertulias banales, esos majaderos recitales donde se sale más solitario que náufrago. Moví la cabeza y me hice un breve masaje en las sienes, el hastío me invadía. José Pedro fue a buscar una cerveza a la cocina, regresó con ella en las manos y abrió la lata con rapidez, noté en sus gestos una cierta ofuscación. Dejé el maletín y me volví a instalar en el sillón. Entonces levanté la voz para decirle, tú eres un gran poeta, lo reconozco pero no vas a obligarme a reconocer que tu amigo también lo es. No es de mi gusto. Esta vez, era la primera que no accedía a sus caprichos literarios. No concilié mi gusto con el suyo. Estaba molesto, apuró un trago más de la Paceña. Sus manos temblaban, dijo casi gritando: los versos de Raúl son de una fineza extraordinaria. Repitió la palabra “extraordinaria” vociferando. Me tapé los oídos. Lo vi lanzar la lata a una esquina de la sala, se acercó y extendió sus manos a mi cuello, gritaba como loco: los versos son finos. Yo intentaba deshacerme de esas manos. José Pedro seguía presionando mi cuello y repetía rojo de ira: son finos, son finos. Pude ver que mi cuerpo yacía desmembrado en el sillón, el maletín abierto, las carpetas y papeles revueltos encima de la alfombra. Levanté la mirada buscándolo. Lo divisé sentado en un rincón. Estaba llorando. Cubría su rostro con el texto de Raúl.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Fiestas Patrias


Abrí la botella transparente de tapa color rojo y tomé un largo sorbo de Evian. Claramente el “dieciocho” me resultaba insoportable. Todo ese barullo de “cuecas”, vino, empanadas y vestidos floreados, me dejan chato, pensé mientras bebía otro sorbo de agua mineral. Son las 3:17 de la tarde del domingo, un día más de este largo festejo. Único en la historia de mi país. Dije “mi país”, sí, no “este país”, que tiene un tonito despreciativo que deja, cuando lo escucho, un sabor amargo, “como natre” diría mi abuelo, si estuviera vivo. Me puse los calcetines gruesos, los grises. Me tendí en la cama. Escuchaba los gritos que venían de la vereda y el motor de uno que otro vehículo que transitaba por la calzada, vestido de “dieciocho”. Tomé otro sorbo de agua. Me quedé arrollado como gato. Tenía frío. Unos rayos de sol herían mi rostro. Me cubrí con uno de mis brazos. Los gritos, el sol, el frío. La insoportable celebración patria. Una bola de nieve se incrustó en mis tobillos. Era redonda, perfecta, una verdadera espuma blanca. Recordé a Julia. Esa tez pálida, el pelo largo y liso, la cabeza hermosa que coronaba un cuerpo menudo, atractivo. La bola creció y mis piernas quedaron paralizadas por esa masa voluminosa. Se extendía por mi espalda y sentí como el frío calaba mis vértebras, la bola de nieve repentinamente se había deslizado por mi tronco y agobiaba impasible mi garganta. Me encontraba atrapado por la esfera y mi cuello y cuerpo estaban congelados. Pataleé, hice algo de presión con mis hombros en la piel interna de la cápsula helada. Inútil. Hice un nuevo intento para salir de esa esfera hambrienta. No pude. Julia apareció ante mis ojos, su mirada era un lago azul que me hechizaba. La extraño, pensé y miré la botella de Evian. Sí, tenía sed y estaba escarchado. La angustia se adueñó de mí. Luego de un rato, concluí estas son mis fiestas patrias. Estaba resignado a mi suerte. El teléfono me observaba. Julia se metió por mi cabeza y besó mi lengua, la cavidad rojiza, caliente de mi boca, sentí el recorrido de sus muslos por mis hombros, sus manos se deslizaban por mis vísceras, apretaban mis riñones, sus dedos corrían por mi columna. Me estremecí. Abrí los ojos. Mi cuerpo continuaba atrapado por esa masa mórbida blanca. Una calidez me invadía. Julia hizo presión en mi entrepierna fue entonces que estallé en aullidos, en carcajadas incontrolables. De mi cuerpo fluía sangre y agua, volaban vísceras fragmentadas por los aires. Todo aquello diluía la bola de nieve. La masa mórbida. El hielo. Julia salió de uno de mis costados. Yo estaba conmocionado por el clímax. Ahora, ella decía adiós desde la puerta. Volveré exclamó, dio media vuelta desapareciendo. Escuché nuevos gritos debajo del balcón. Sonreí.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Círculo

Había un círculo sobre su cabeza. Lo podía ver en el espejo. Su rostro desmadejado lucía pálido. No se había afeitado en semanas. Cerró los ojos y pasó las manos por su nuca. Se observó de nuevo en el espejo. El círculo persistía. Intentó borrarlo con ambas manos, agitadas, frenéticas. Se encontró una espinilla en la nariz. Era pequeña y roja, Empezó a pellizcársela. Una gota de sangre manchó su piel. La secó con un pedazo de papel. Se lavó la cara. Se miró en el espejo. El círculo negro como un alambre seguía allí. Intentó de nuevo eliminarlo. Se restregó los ojos, por si era parte de una visión desquiciada, una fantasía. Pasó la toalla por su nuca. Uno de sus dedos cayó al lavamanos. Dio un respingo. Tocó su mano con cuatro dedos, el índice había desaparecido. Se sintió sorprendido. Es increíble como se puede cambiar de un rato para otro. Tenía un círculo dando vueltas sobre la cabeza y había perdido uno de sus dedos. Respiró hondo. ¿Qué cresta pasaba? Un estremecimiento lo sobrecogió. Su mano no tenía sangre y ese majadero anillo oscilando como colgado del techo, lo miraba amenazante. Iba a dejar la toalla en la barra y se percató que su ojo, uno de sus ojos se había enredado en ella. Tuvo ganas de llorar. O de gritar. Pero su madre estaba al otro lado y no deseaba asustarla. Se miró al espejo. Ahora estaba con el círculo, sin un dedo y sin un ojo. Podía ver el agujero. No había rastros de sangre. Intentó de nuevo derribar ese anillo idiota. Miró hacia el lavamanos su dedo estaba allí atrapado en la rendija. No quiso tomarlo. Su ojo en la toalla. Estaba asustado. Ese círculo solo le había traído malas consecuencias, el dedo, el ojo. ¿Qué haría? Se sentó en la taza del baño. Empezó a recordar cómo había llegado hasta allí. Estaba a punto de un ataque de nervios. Miró el ojo en la toalla. Un sudor frío lo recorrió. De pronto cuando estaba sumido en olas de agua turbia que salían de las paredes blancas y rebosaban el cuarto de baño escuchó una voz que le decía: ¡Despierta Pablo!, mira que el desayuno se te enfría. Se levantó de un salto de la cama. Se precipitó hacia el espejo que estaba en su cuarto, el círculo persistía. El dedo se había convertido en una llama que brillaba al fondo de la cuenca de su ojo.

Rompecabezas

Caminó por la vereda del parque, caviló intentando encontrar las piezas del rompecabezas. La humedad congelaba sus huesos. No le importaba. No tenía tiempo para sentir el hielo del día, sólo el de su alma. Pateó un trozo de volantín y un vaso plástico. ¡Ah! Si pudiera dejar a un lado los recuerdos de esta forma. Hacía tiempo que no lograba conciliar el sueño, las botellas de pisco se acumulaban debajo de la cama y las colillas en los ceniceros. Tosió, el alquitrán lo estaba matando de a poco. Lo sabía, no le importaba. Se cumplirían tres años desde la ruptura con ese ser especial que le hizo sentirse amado y despreciado. Estúpidamente querido y humillado. Habían transcurrido exactamente mil novecientos cinco días desde la gran decepción. Todavía latían en su cabeza los acontecimientos. Como garras de tigre rasguñaban sus vísceras. Arrojaban bilis, retoñaban odios.

No encontraba las piezas del rompecabezas. Cruzó hacia el foro universitario. Con lentitud avanzó rodeando la laguna de los patos. Se sentó con las manos en los bolsillos., piernas estiradas, las piezas aparecían y desaparecían, bailaban burlonas ante sus ojos. ¿Cómo logró sobrevivir este tiempo? No tenía explicación. Los recursos que utilizó, un amigo, otro, una juerga, otra. Estudio o trabajo. ¿Cuál de las drogas tenía mejor efecto? No lograba dar en el clavo. Tenía claro una sola cosa: era sobreviviente de un tornado, un ladrón que entró a su casa y la desmanteló, arrasando su paz. ¿Por qué? ¿Para qué?

No existían respuestas. Seguían faltando las piezas. Un anciano abandonó la banca.

Uno más

El viernes siempre tenía para Roberto olor a día especial. Era el día que salía con sus amigos: el pool, el pub y si había algo más de dinero, el restaurante de parrilladas de la vieja Carmen. Esta vez se le presentaba diferente. Estaba cesante, lo cortaron a mitad de semana. El vacío se cernía abrumando el viernes. Sin dinero los amigos fallan. Mal que mal, el siempre invitaba a una ronda de ponche. El panorama se había chingado. Un cesante más en este Concepción de oropel y farsas. Era uno más de los miles, producto de la condenada crisis o del capricho de un jefe. ¡Vaya a saber uno! rumiaba cabizbajo. Nunca imaginó que iba a integrar la ancha manga de cesantes. Estaba seguro de su buen desempeño, además el trabajo era su vida. Roberto auscultaba la situación con ojos ensombrecidos. Menos mal que era solo. ¿Qué hubiera hecho con una familia? Sin embargo aún solo, no tendría la estabilidad necesaria para vivir. ¡Cesante! Las púas de la humillación dolían y su fortaleza estaba menguada ¿Qué haría? Tenía que vivir y ¿Qué podría hacer con una oferta de mano de obra que sobrepasaba la demanda? Su título de contador poco servía ante la falta de contactos. Chile se movía por pitutos. Nadie lo ignoraba. No estaba inscrito en ningún partido, no tenía mayores contactos laborales, sólo su cartón, el deseo y la necesidad de trabajar. Su dignidad, único bien que poseía, corría por los despeñaderos. Mientras sentía su situación como un gigantesco saco con piedras sobre sus espaldas, meditó no sin una risita burlona sobre ésta. Evocó la serie interminable de seminarios realizados desde que egresara del comercial, los cursos de perfeccionamiento, los viajes a Santiago. Se atropellaban en su mente las noches de arduo trabajo y preocupaciones, los buenos y malos momentos. Había cumplido veinticinco años de servicios. Tenía cuarenta y siete años, un buen currículo y un mercado laboral que le ofrecía cero oportunidades. La angustia le desangraba el alma. Estaba solo. La edad, el más grande pecado para quien aspira a un trabajo en Chile, le pesaba. El torbellino de la angustia azotó su pecho agarrotándolo. Dirigió sus pasos hacia el puente viejo de San Pedro, la desesperanza fustigó con furias sus sienes. Afirmado en la baranda, miró a derecha a izquierda. Se sintió afortunado al no ver a ningún vehículo ni transeúnte. Un cierto alivio lo inundó, se agachó y dejó sobre el cemento el maldito sobre azul junto a sus documentos.

Ese viernes, los amigos no entendían su ausencia.

Secreto compartido

Antonio Porchia: el secreto compartido

*Texto deDaniel González Dueñas y Alejandro Toledo
Con la colaboración de Ángel Ros


1.Los escritores secretos

La literatura se vuelve cada vez más secreta. La cultura audiovisual del homo videns parece depender no sólo de la imagen sino del afán de alejar al público de la lectura y, en todo caso, de convertir al acto de leer en una forma del entretenimiento. Existe, sí, una reducida lista de escritores activos que gozan de renombre; son, en su mayoría, los que por una u otra razón han logrado ir más allá del cada vez más arduo "umbral del olvido", según lo llaman las tablas de la publicidad y la propaganda. Fuera de esa lista, casi cualquier otro escritor cumple un nuevo acto secreto con cada libro que publica. Curioso fenómeno: a medida que se reduce el espectro literario, se amplían - aunque esta dilatación es relativa - los círculos de "iniciados", esto es, aquellos que se ligan por una u otra razón a tal o cual obra. Cada autor involuntariamente "secreto" tendrá sus lectores y éstos, sea cual sea su número y conociéndose entre sí o ignorándose, formarán un círculo de iniciados. Sin embargo, hay un exoterismo en este esoterismo: "iniciado" es cualquiera que lea a un autor no incluido en esa lista de nombres conocidos.
¿Qué sucede, pues, con aquellos escritores que además eligieron como propio el territorio de lo secreto, de lo marginal, de lo ajeno al llamado mundo de la cultura? El caso de Antonio Porchia es climático al respecto: desde hace décadas su único libro, Voces, editado y reeditado en Argentina por Hachette-Edicial, circula menos en los ejemplares propiamente dichos - las ediciones rápidamente se agotan - que en fotocopia de ellos, en reproducciones mecanográficas o hasta manuscritas, de mano en mano, de oído a oído, de ojo a ojo, fuera de los canales oficiales de distribución. Convertida cada fotocopia en original de sucesivos copiados, con la previsible pérdida de calidad en cada "generación", a lo largo de estas cadenas el texto se vuelve casi ilegible (a veces incluso se pierden las páginas iniciales y con ellas el nombre del autor). Con todo, ya son numerosas las personas, en muy diversos países, que atesoran esa entrega como un privilegio superlativo, uno de esos regalos que llegan una sola vez en la vida: con Antonio Porchia, la iniciación en torno a un "escritor secreto", traducida en el acto de dar, de compartir, bien puede ser entendida en todas sus acepciones, incluida la mística.
En algunas ocasiones la respuesta es la antropofagia; ciertos críticos se dedican a rastrear, por ejemplo, la influencia de Jorge Luis Borges en otros escritores, y éstos luchan por que esa influencia no se note, por separarse de ella, por establecer un camino "propio". Mas nadie puede reprochar la influencia de (y a veces el plagio directo a) un autor supuestamente incógnito. Cuando se juega el juego limpio, uno entiende que muchos de estos escritores secretos han formado a los no-secretos porque éstos así lo han reconocido (y apoyado su difusión; por ejemplo, gracias a Julio Cortázar las obras del cubano José Lezama Lima o del uruguayo Felisberto Hernández fueron difundidas - y en muchos casos conocidas - más allá de las fronteras de sus países respectivos). El testimonio de la vida y obra de los autores "secretos" es claro en este sentido: así sea involuntariamente, ellos fueron los primeros en establecer una transmisión casi clandestina y círculos de iniciados. Y en cuanto a Antonio Porchia, algunos de esos iniciados se llaman Henry Miller, W.S. Merwin, Roberto Juarroz, Roger Caillois o André Breton.
No pocas veces se ha dado el caso del plagio a las voces de Antonio Porchia; no obstante, ahora que la inmensa mayoría de la literatura es secreta, la presencia de ciertas figuras irreductibles confabula para intuir el juego limpio: reconocer que es necesaria una redefinición de la palabra literatura. Basta entrar en el profundo extrañamiento de ciertos escritores secretos para adivinar que el acto literario puede ser una vía de conocimiento.
Gracias al testimonio de esta corriente subterránea (en el sentido norteamericano de la palabra underground), es obvio que los términos de que se echa mano en el "mundo de la cultura" (no menos regido por leyes económicas que los demás "mundos") han demostrado su caducidad. Resulta ineludible redefinir: cuando se habla de "secreto", ello no necesariamente significa cofradías y mucho menos sectas cuya fuerza estriba en ser regidas por una figura a la que nadie más conoce. Para Maurice Blanchot, el poder del arte consiste en establecer una distancia íntima entre la obra y quien la mira. La mirada es el más solitario de los actos, el más anónimo y secreto. Es sólo en este sentido que son "secretos" Antonio Porchia, Felisberto Hernández, Efrén Hernández, Francisco Tario o Macedonio Fernández (por limitarse al ámbito latinoamericano). Cada lector podrá aportar nuevos nombres a la lista secreta que quizá sostiene al mundo. Rubén Darío los llamó "los raros", y sin duda hay en ellos una especial forma del extrañamiento; pero no usemos esta palabra para demarcar un ghetto (la propiedad privada de un círculo de iniciados, el conciliábulo fuera del cual la figura deja de ser atractiva al hacerse exotérica) sino para enunciar su fundamental demanda.
Porque la literatura (llámese secreta o de cualquier otra forma) no "falla" por disponer de poco público, sino acierta en ello, es decir, en heredar una llamada que por fuerza es minoritaria mientras no se lleve a cabo su gran demanda, la de invertir por fuerza todos los marcos de referencia mayoritarios. Así, no es desbordante imaginar que los círculos esotéricos pronto serán (si no lo son ya) mucho más numerosos y potentes que los exotéricos. Acaso no esté lejano el día en que la literatura del best seller, del entretenimiento y la resignación, con todo su aparato, con toda su inercia y sus deslumbramientos, volverá al sitio minoritario que le corresponde.
Entonces el secreto será de todos y será precisamente eso porque - como todo secreto - su impulso es el de comunicarse. Una de las primeras palabras que dicen los niños es "mira", es decir, "date cuenta", "comparte mi mirada". Este gesto no guarda diferencia alguna con el de quien acaba de conocer, por ejemplo, las Voces de Antonio Porchia: fotocopiarlas de inmediato, darlas a conocer, compartirlas así sea selectivamente, es decir eligiendo a quienes pueden apreciarlas. El impulso de todo secreto es abrirse de uno a algunos; se crean así los círculos de iniciados. Luchar contra ese impulso lleva a la antropofagia: es cerrarse de algunos a uno. Sin embargo, esto último requiere un enorme esfuerzo de la voluntad (voluntad de acallar, usura del hallazgo). Un círculo de iniciados puede contemplarse como "algunos", pero también puede verse globalmente como "uno". Pronto el mundo entero será un gran círculo de unos que comunican el secreto a algunos; de algunos en algunos se tejerá la gran distancia íntima, el máximo "darse cuenta", el gran secreto que atañe a todos y que puede salvar a todos.


2.Los árboles centrales

Aunque su tierra natal fue Italia, Antonio Porchia vivió desde los 17 años en Argentina. Nacido el 29 de noviembre de 1886 en el pueblo de Conflenti, perteneciente a la provincia de Catanzaro en Calabria, domina su niñez y juventud una errancia constante. Décadas más tarde, el autor de Voces relata que su padre, Francisco Porchia, había sido sacerdote y abandonó los hábitos para casarse con una de sus feligresas, Rosa Vescio; según esta versión, el resultado fue esa trashumancia debida precisamente a que la familia de un apóstata no podía permanecer mucho tiempo en un sitio determinado.
En diversas entrevistas posteriores varios de sus familiares afirmaron que Francisco Porchia, aunque había recibido una educación religiosa, nunca llegó a ordenarse sacerdote; agregan que era comerciante de maderas y que por ello se trasladó con su familia a Avellino, donde transcurrió la niñez y principio de la adolescencia de Antonio Porchia. "A lo mejor Antonio lo inventó", comenta el escritor Julián Polito, amigo cercano del autor de Voces, "vaya uno a saber; no creo que la verdad histórica importara mucho para él. En todo caso, la historia es realmente hermosa. Porchia la contaba así, y así habrá sido entonces."
El padre muere hacia 1900 y el rol paterno recae sobre el mayor de los varones, Antonio, que abandona los estudios y comienza a trabajar duramente. Tiempo después la madre decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos; en Nápoles abordan el vapor "Bulgaria" de bandera alemana, que tras un prolongado transcurso los deposita en Buenos Aires. Es 1902 y Porchia, siempre asumiendo la responsabilidad familiar, se dedica a diversos oficios manuales (carpintero, tejedor de cestas, apuntador en el puerto) en una época en que son comunes las jornadas de trabajo de catorce o más horas. Al mismo tiempo, muestra una conciencia social: a decir del pintor José Luis Menghi, Porchia milita en las filas de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y llega a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (1938-39), donde aparecen por vez primera los fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que él decide llamar voces. "Ideológicamente", añade Julián Polito, "al menos en su juventud, fue anarquista; luego derivó hacia el socialismo. Con grupos de esas tendencias estuvo vinculado en [el barrio de] La Boca. Una de sus voces dice: En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado. Pero finalmente terminó practicando una especie de panteísmo; creía en la unicidad de todo, y de todo en él."
En una de las contadas ocasiones en que Antonio Porchia fue entrevistado, y en uno de los muy raros instantes en que refirió el origen de sus voces, aludió a dos textos fundamentales: "Mi padre murió cuando yo era un niño. Él tenía cincuenta años. Por eso digo: Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez. Trabajé mucho, era el mayor de varios hermanos. Mi madre me adoraba. Pero el bien me ha hecho un mal infinito. He sufrido mucho por ella. Por eso he escrito: Otra vez no quisiera nada. Ni una madre quisiera otra vez".
Inicialmente, la familia habita en una casa del barrio de Barracas; más tarde, hacia 1918, consigue otra, de mayor tamaño, en San Telmo. En ese momento de bonanza, Antonio y su hermano Nicolás compran una imprenta en la calle Bolívar, donde el primero se dedica a los más humildes desempeños. Mas hacia 1936 el autor de Voces elige (o es elegido por) la soledad: cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, deja la imprenta, compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra y la llena de canteros de flores y árboles frutales. Durante un tiempo lo acompañan varios de sus sobrinos y sobrinas; una de ellas, Nélida Orcinoli, recuerda: "Vivimos varios años juntos. Tío ya había comenzado a escribir sus Voces; cada voz le llevaba mucho tiempo, como si fueran el resultado de una elaboración muy cuidada y muy lenta". A principio de los años cincuenta sobreviene la estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra en la calle Malaver del barrio de Olivos. Habitará en ella hasta su muerte, en 1968.
Desde el comienzo de su vida en solitario, Porchia frecuenta un barrio bonaerense llamado La Boca, donde viven los inmigrantes italianos. El poeta argentino Roberto Juarroz, que disfrutó de la amistad de Antonio Porchia en sus últimos años, reconstruye un momento en que ambos se encuentran en las calles de La Boca:
Era aquel su barrio predilecto, uno de los más humildes de Buenos Aires, con sus pequeñas casas multicolores, su atmósfera de inmigrantes, la cercanía de esa oscura corriente de agua que es el Riachuelo, las sirenas de los barcos, los viejos bares en donde los marineros o los trabajadores del puerto se reúnen para olvidar o recordar quién sabe qué cosas, bebiendo y escuchando tangos. Él volvía de visitar en el hospital a una mujer que había querido mucho y que ahora yacía vieja, abandonada y enferma. Me repitió la frase con que había intentado alentarla: Estar en compañía no estar con alguien, sino estar en alguien. Sentí de pronto, como muchas otras veces a su lado, que la sabiduría no había muerto del todo y que en aquella olvidada calle de Buenos Aires quedaba algo de la fuerza oculta que sostiene todavía al mundo.
En este barrio Porchia hace amistad con un grupo de pintores y escultores anarquistas; en 1940 funda con ellos la "Asociación de Arte y Letras Impulso", de la que con el correr del tiempo llega a ser presidente. Varios de esos amigos (sobre todo Miguel Andrés Camino y José Pugliese) lo instan a reunir en un libro esas reflexiones a través de las cuales se expresa y que a veces escribe en modestas hojas de papel. No sin reticencia inicial, Porchia termina por dejarse convencer. Elige el título con que ya las había bautizado en la primera publicación en La Fragua: Voces. Es 1943, Porchia tiene 57 años y la edición de mil ejemplares pasa casi desapercibida.

Roberto Juarroz evoca ese tiempo:

Cuando [Porchia] recibe los paquetes de la imprenta, no sabe dónde guardarlos (su casa era pequeña y desprotegida). Entonces pide permiso a los artistas de "Impulso" para dejar un tiempo ahí esos libros con los que no sabe qué hacer. Claro, pasaron uno, dos, tres meses, y los paquetes seguían intactos, arrumbados. Hubo un instante en que los pintores comenzaron a molestarse y le dijeron: "¿Cuándo vas a sacar esto de aquí? Nos estorba, necesitamos el espacio". Porchia, que era un ser increíble, se preguntó dónde podría dejar ese fardo. Alguien le avisa de la existencia de una "Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares", que coordina una serie de bibliotecas regadas por todo el país; entonces ofrece a esta organización los ejemplares, que son enviados a cada una de las modestas bibliotecas diseminadas por la Argentina. Curioso principio: Porchia es un desconocido, pero desde su primer intento editorial su obra duerme en esas bibliotecas que cubren la república.
Con ese acto callado comienza a tejerse la trama: el azar dispersa por todo el territorio argentino la hoy legendaria edición de autor. En las pequeñas bibliotecas populares de la provincia argentina, los lectores atentos reciben ese más allá, primero con sorpresa, luego con veneración; muchos de ellos copian a mano las voces y comienzan a hacerlas circular. Las secretas repercusiones de la primera edición llevan a Porchia a emprender una segunda en 1948, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años. Esta vez el libro llega a manos del poeta y crítico francés Roger Caillois, que durante la segunda guerra mundial se encuentra en la Argentina trabajando en la redacción de la prestigiosa revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo.
Años más tarde, Caillois relata a Roberto Juarroz: "Hallé la obra de Porchia en Buenos Aires cuando revisaba los libros que nos enviaban los autores para comentarlos en Sur. Claro, mandaban tantos que yo los revisaba superficialmente para seleccionar aquellos que merecían comentario. De súbito veo un libro muy humilde, y no sé qué fuerza hace que me detenga y comience a examinarlo. No lo quería creer, y no pude detenerme hasta terminar de leerlo. Después traté de averiguar quién era el autor; nadie lo conocía, pero lo encontré. Y dije a Porchia: ‘Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito’".
Caillois invita a Porchia a publicar en Sur, donde son frecuentes las colaboraciones de los más importantes escritores de lengua española, así como traducciones de primera línea; mas Caillois regresa a Francia y cuando Porchia entrega sus originales a Sur se da un proceso significativo: "Pasa algún tiempo", relata Juarroz, "y él, que era incapaz de reclamar, se acerca a la redacción de la revista y pregunta si le van a publicar o no. ‘Sí’, le responden, ‘pero ha habido algunos problemas. Y bueno, cosas de gramática.’ Los que hacen de la escritura un oficio más o menos mecánico, basado en ciertas normas también mecánicas, no pueden entender una expresión que no se ajuste a esos módulos cerrados. Los redactores de esa revista veían ‘defectos’ en sus textos fuera de serie, y le corrigieron algunos. Él escuchó, no dijo nada, no se quejó, no discutió: lo único que hizo fue pedirles los originales y se fue. Era un ser de una humildad ejemplar, pero al mismo tiempo con esa cosa incontrovertible, inmodificable, que nos hace pensar en los árboles centrales, aquellos en los que parece apoyarse todo el bosque".
Mientras tanto, en Francia Roger Caillois traduce las voces e incluye algunas de ellas en un número anual de Dits (edición de Gallimard) y en la revista parisina Le Licorne. Luego las hace publicar en una plaqueta de la serie G.L.M. o Guy Lévy Mano (Voix, París, 1949). La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal, según una encuesta de Raymond Queneau), y lleva a André Breton a exclamar: "El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino".
En París el Club Francés del Libro considera a Porchia en 1949 para el premio internacional a autores extranjeros, pero no se lo otorga bajo el argumento de que "la elevación del texto atentará contra su difusión en los círculos más amplios". A manera de desagravio, Porchia es invitado a visitar Francia y conversar con los surrealistas; mas el autor de Voces declinará humildemente la propuesta, respondiéndola con una de sus frases inefables: Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí. Aquel viaje trasatlántico de sus diecisiete años sería el único en la vida de Porchia: el poeta jamás viajará más allá de las provincias argentinas. (El renombre de la edición francesa dio pie a que las voces llegaran por fin a la revista Sur; Porchia, pese a que vivía del monto de una casi simbólica jubilación, pidió a Victoria Ocampo que los honorarios se entregaran a algún poeta necesitado.)
Las repercusiones de la fascinación continúan: mientras en Sudamérica las sucesivas re-ediciones de Hachette se agotan, Fernand Versehen incluye a Porchia en una antología publicada en Bélgica, Poésie vivante en Argentine (1962). En París aparece una selección en la Nouvelle Révue Française (enero de 1964). Federico Weiniger traduce otra entrega al alemán (revista Humboldt, núm. 32, Munich, 1967). En Estados Unidos el poeta W.S. Merwin vierte al inglés y prologa su propia selección de voces (Big Table Publishing Company, Chicago, 1969). En Milán, Vincenzo Capitelli publica otra selección el año 1979.
Ocurre un fenómeno significativo: quienes se consideran "descubridores" de Porchia desde el mundo cultural se apresuran a "contextualizar" las voces y encontrarles antecedentes ya sea en los presocráticos, o bien en nombres como los de Lao Tse, Kafka, Pascal, Nietzsche, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg. Luego de publicar sendos ensayos eruditos, los "descubridores" quedan estupefactos cuando se enteran de que Porchia niega conocer cualquiera de esas fuentes. Descubrir a un autor secreto que ilumina con una luz inaudita el mundo de la cultura, y que además no se preocupa demasiado por ese mundo en particular, representa un desafío a veces insostenible. Todo marco de referencia de la crítica se revela obsoleto, insustancial, precario. En las voces siempre hay algo más.
Roger Caillois hace un supremo esfuerzo por entrever ese algo más: "Esos pensamientos no son ideas, y escasamente son pensamientos; no revelan lógica ni psicología, sino más bien metafísica, y una metafísica donde hay que adivinar más bien que comprender, y al adivinar, elegir entre las formas de adivinación la que da mayor cabida a la simpatía, quiero decir, al dejarse estar, al abandono de distintas rigideces o tensiones o estados de alerta de cualquier clase, que por lo corriente son inseparables del esfuerzo intelectual. Es que, tal vez, no se trate de esforzarse".
El mismo intento se revela en Alberto Luis Ponzo: "[Porchia] llegaba a la experiencia poética totalmente inocente, porque no esperaba llegar. Pero no se llega a ninguna parte, y menos en la poesía, sin libertad de pensar, de ver, de sentir. Es una libertad pagada ‘con mi encadenamiento a la tierra’, dice Porchia. Llegar es entonces un constante empezar a conocer; no es la posesión del conocimiento, sino del contacto inicial con la palabra cargada de circunstancias comunes o extraordinarias. Es un no llegar nunca, un no saber llegar. Y una revelación no buscada a un paso de la llegada. Las Voces de Porchia fueron reveladas mucho antes de haber sido escritas. No se adelantan a la visión, sino que la preparan. Y también él no se adelanta a su vida, sino que la siente antes y la ciñe a sus deberes esenciales, a sus pocas necesidades, que de tan pocas lo hacen vivir más, como si el ser se extendiera a medida que las cosas van desapareciendo".
O en Magdalena Saubidet: "Su pensamiento, que asombrosamente nos recuerda al taoísmo, la parte más antigua y vital del zen, excluye la esperanza, pero no es desesperado. Es lo que yo considero un pensamiento ‘trágico’. Su aprehensión global de las cosas, casi física, se conjuga con la idea del vacío. Porchia sentía dentro de sí ‘voces’ cuyo origen ignoraba. Perseguía algo y trataba de alcanzarlo con medios elementales".
¿Qué sucede tras los sucesivos "descubrimientos"? La poeta e investigadora Laura Cerrato recuerda: "En Argentina su sonido va cundiendo y Hachette publica una selección de Voces en 1966, que se irá imprimiendo y agotando regularmente, con el agregado de Voces nuevas. Pero el escritor no recibe mayores recompensas. Sólo su muerte decidirá a la editorial a lanzarse a ediciones masivas".
José Luis Lanuza se encarga de pintar la actitud de Porchia ante todo ello: "Porchia, místico independiente, vio su nombre en la vidriera de una librería céntrica. Allí no le habían admitido su libro en castellano, ni siquiera en consignación. Pero ahora el libro se llamaba Voix y estaba datado en París. Porchia entró y compró un ejemplar. Era mucho más caro que en castellano, pero el dependiente se lo recomendó con efusión. Otro que no fuera él, tal vez se hubiera indignado por el cambio de trato dado a su obra. Pero no. Pudo pensar, con su amplia sonrisa de comprensión: Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí, casi no me interesa".
Mas sí le interesan - y atesora - otros diálogos más íntimos; en 1963 Alejandra Pizarnik le escribe: "Su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada, o mejor dicho amparada". Sin duda puede hablarse del libro más solo de la historia, pero también de aquel que convierte la soledad ya no en el supremo obstáculo fatal del individuo sino en la posibilidad de ruptura de todas las fatalidades. Ese libro está tan infinitamente solo porque es la única vía en que puede facultar el diálogo directo con el infinito, sin miedo al vértigo, sin pavor a un vacío tan insospechadamente lleno. "Estoy tan poco en mí", dice Porchia, acaso porque siempre está en alguien. De ahí el destino iniciático de cada uno de sus lectores, no menos secretos que el autor: sólo lo que es secreto de ese modo, puede develar todos los demás secretos, y - he aquí la clave - unirlos entre sí. Es a esto a lo que Porchia aludía cuando declaró: "La poesía une, vincula; cuando somos, somos uniones". Es lo que Pizarnik entrevé con su frase sentirse amparado.
Roberto Juarroz hace un recuento: "Cada vez que vuelvo a la obra de Porchia, veo reaparecer con toda su fuerza la vieja palabra que ya casi no se usa: sabiduría. Sabiduría puesta además en un lenguaje muy peculiar, que no le tiene miedo a las aparentes reiteraciones: Porchia creía que no existen los sinónimos y que cada palabra es diferente según la postura que ocupa en la estructura sintáctica: Y si el hombre es un hacer con él y no un hacerse él, quién sabe quien hace con él, y quien hace con él, quién sabe qué hace con él. Por eso a veces los gramáticos, los críticos, los formalistas, se sienten molestos ante una escritura como esta: en cierta manera pone en crisis sus fórmulas, sus preceptos".
José Pugliese, miembro en esa época de la "Asociación Impulso", recapitula:
Porchia era muy tímido, muy introvertido, siempre se ubicaba en el rincón más alejado de la habitación, y hablaba poco. No hacía comentarios sobre su obra. Sólo a regañadientes aceptaba leer alguna de sus voces en público. No creo que haya ejercido influencia sobre los pintores amigos de La Boca. Me arriesgo a decir que sólo una de sus voces tuvo resonancia entre ellos, porque de algún modo sintetiza la razón de quienes trabajan en el terreno de la creación o la cultura. Es aquella que dice: Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo. Sobre todo, no dejó alumnos ni continuadores; nadie puede afirmar que ha recibido directivas de Porchia [...]. Lo real es que la obra de Porchia es cerrada, no admite herederos.
En alguna medida, esta afirmación acierta: una herencia directa (con todo lo que ella implica de dolorosa conciencia y rigor inaudito) resulta casi únicamente reconocible en los Fragmentos verticales de Roberto Juarroz. No obstante, existe también la herencia indirecta (que la demuestra como la más abierta de las obras): ella depara que, como sucede con las coplas de Antonio Machado en España, la gente repita las voces desconociendo al autor. Y no son infrecuentes casos como este: en el vestíbulo de un hospital de beneficencia en la provincia de Buenos Aires (en la localidad de Belén de Escobar), a modo de mural se hallaba en los años sesenta una voz de Porchia escrita en grandes y titubeantes letras, sin aportar el nombre de quien procedía: No ves el río de llanto porque le falta una lágrima tuya.
La trama repercutiva se abre a otros medios: la voz de Porchia es grabada y difundida en un tiraje limitado de discos de acetato. Roberto Juarroz observa: "Se dio otra conjunción misteriosa: durante un tiempo, una emisora radial de Buenos Aires que acostumbraba cerrar su transmisión a media noche con algún declamador entonando ciertas reflexiones sobre la vida, toma los discos de Porchia para desempeñar esa mecánica. Pero qué diferente en este caso: del mismo modo en que sus primeras ediciones se dispersaron por la Argentina como semillas, la voz de Porchia (lenta, honda, resonante) hizo el mismo itinerario abriendo por algunos minutos a la medianoche un abismo: la posibilidad de escuchar lo profundo".
Es la época en que Juarroz encuentra a Porchia y comienza a frecuentarlo en su pequeña casa de la calle Malaver: "No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho. Al rato de estar con él, ponía sobre su humilde mesa una botella de vino y un poco de queso, salame y pan. Todo eso lo iba a comprar con una pequeña bolsa al mercado. La amistad sencilla era su arte. La rodeaba de una inmensa atención y una delicada ternura, tan naturales como tomar una escoba y barrer su casa o cavar un hoyo para poner una planta en su jardín. Y tenía además el don de las pequeñas excepciones, como esa manzana que solía reservar para Laura, mi mujer. Don Antonio, como le llamábamos, era también una prueba viva de la profundidad de lo elemental, en el luminoso contrapunto de sus palabras hondas y sus gestos raramente limpios".
Porchia vivía rodeado por las numerosas pinturas realizadas por sus amigos de La Boca y que ellos le habían ido regalando; con el paso del tiempo esos pintores (Petorutti, Victorica, Quinquela Martín, Castagnino, Soldi, Butler, Forner) se habían hecho famosos y cotizados, y alguien sugirió a Porchia que vendiera alguno de esos cuadros para desahogar su difícil situación económica. El autor de Voces respondió: Mis cosas son muchas, y son una, si intento separarme de una.
Roberto Juarroz relata: "Un día pregunté a Porchia cuál era el cuadro preferido de su colección. Respondió con la humildad, la tersura de siempre. (Para describir cómo hablaba se me ocurre una palabra muy desacreditada en nuestro tiempo: con un supremo recato. La discreción última. Él lo dijo: Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo.) Contestó: ‘Pues a mí me gusta uno que está allá en el rincón’. Me lleva a ese sitio y me lo muestra: era un pequeño óleo de Fortunato Lacámera, que representaba una pequeña mata de pasto en el solitario ángulo de un jardín. El pintor más humilde y la imagen más humilde: lo casi inexistente. Creo que eso refleja a Porchia por entero. Tenía los cuadros más opulentos, obras de los pintores argentinos más notables. No: él prefería ese cuadro, una matita de pasto perdida en el universo".
Jamás Antonio Porchia se asumió como escritor "profesional" y mucho menos buscó integrarse a la comunidad literaria. Aceptó, no obstante, todas las invitaciones, como la de dar una lectura en la Sociedad Argentina de Escritores, en el tiempo en que Borges era el presidente. Prefería trabajar en su pequeño jardín y de vez en cuando escribir alguna voz menos para la posteridad que con objeto de regalarla a sus amigos en un supremo acto de creación de realidad, es decir, de verdadera poesía: Un amigo, una flor, una estrella no son nada, si no pones en ellos un amigo, una flor, una estrella. En su pequeña biblioteca había ejemplares de La divina comedia y La Jerusalén liberada. Hablaba con fluidez el italiano pese a que había pasado más de medio siglo en el mundo hispanoparlante.
Lo entusiasmaba la visita de los jóvenes; uno de ellos, Daniel Barros, testimonia un encuentro en los años sesenta: "Su concepto de la poesía es terminante: ‘Cuando es algo no es algo, es todo. La poesía siempre es un todo. Las demás artes, si son artes, son poesía. La poesía une, vincula; cuando somos, somos uniones. Nosotros estamos en algún momento, que se hace siempre, después no estamos. Lo demás es un vacío, es lo superfluo. Nosotros vivimos de recuerdos, de momentos, que es lo que alimenta’. [...] Porchia es un artista, y su personalidad necesaria para nosotros, aunque directamente no se ocupe de problemas particulares. Su posición frente a la humanidad es clara. Dice que él no lo verá pero nosotros sí, cuando se llegue a ‘otro estado de conciencia’, porque ‘esto no es mío, es de todos’".
Porchia "habla poco" y, por tanto, apenas se refiere a ese otro estado de conciencia; menos aún llega a "teorizar" sobre él. Sin embargo, lo encarna en cada uno de sus actos (el casi no hacer) y palabras (el casi no decir). Ello resulta estentóreo en Occidente, puesto que, por una vez, ese otro estado deja de ser especulación intelectual y se vuelve algo casi tangible para quien, a través de las voces, sabe intuirlo aunque no pueda - como tanto requiere el pensamiento occidental - razonar la intuición.
Las voces que hablan en la voz de Porchia son elocuentes en el encuentro registrado por Barros:
No alcanza a señalar influencias en su obra, "no podría". Pero agrega: "Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo". Reivindica el concepto de la poesía a través de la calidad "que es una". Además: "Cualquier poeta es el poeta. El nombre no interesa. La cantidad no interesa". Por otra parte: "El poeta no es una cosa hecha, es el ignorado por sí mismo. El creador se ignora siempre. La creación es lo que no estaba". El caudal de verdades de Porchia es inaudito: "El poeta es siempre vivo y joven siempre. El que es sólo tiene lo que no es". [...] Por otro lado afirma que el aprendizaje no es poesía, pues la poesía se hace no sabiéndola hacer. [Nos dice:] "Para convivir hay que tener un estado de conciencia. Eso es lo lindo. Vivir es convivir. Vivir es hacer vivir. El hombre no retrocede. Puede haber hasta un suicidio de la humanidad, pero nunca un retroceso".
Cuántas veces se ha confundido la actitud de Porchia (resumida en ese "la poesía se hace no sabiéndola hacer") con una supuesta defensa de la ignorancia; a la inversa, para Porchia el no saber hacer es el punto climático de la conciencia, aquella que, en sus estados más altos, ahonda la realidad: El no saber hacer supo hacer a Dios.
Roberto Juarroz dibuja un retrato de la última época del poeta: "Durante la conversación, recordaba a menudo algunas de sus ‘voces’. No resultaba insólito o artificial: sentíamos que las seguía viviendo. Pero cierta vez me dijo que no había tenido el valor necesario para decir una de ellas ante alguien que pasaba por un momento de angustia. Esa ‘voz’ afirmaba: Todo juguete tiene derecho a romperse. Y al decírmelo miraba hacia abajo, como avergonzado. Pero no de su silencio, sino del hombre".
En 1964 una joven escritora, Inés Malinow, se acerca a Porchia intentando una entrevista ortodoxa, de las acostumbradas en el ámbito socio-literario; pronto se da cuenta de que ante ese poeta no hay nada ortodoxo. La entrevistadora escribe: "[Antonio Porchia] habla de su libro. ¿Por qué lo llama Voces? Responde: ‘Es difícil decir. Todo se escucha. Y se escucha de todo’. Y así, en forma epigramática, suele expresarse. [...] Agrega: ‘No creo estar en el surrealismo, no sé definirme porque no soy nunca yo. Uno es una infinidad de cosas. La certeza ¿quién la tiene?’ [...] Concluye: ‘Mi libro Voces es casi una biografía. Que es casi de todos’".
En esta entrevista varias veces excepcional, el autor de Voces toca el terreno afectivo: "[Porchia] habla del amor: ‘Sí, no lo sé, lo tuve dos veces. Son cosas que suceden, se producen en uno. Como no son lógicas ni regulares, están dentro de lo imposible. Lo imposible se hace solo, no lo hace nadie... pero es lo único que vale’. A la primera de estas mujeres la quiso para siempre; luego, recuerda que fue la pena, la soledad del otro ser lo que lo atrajo. Era una mujer a la que no pudo amar al principio. Pero no se siente solo. ‘Tengo muchos amigos, me resulta muy fácil comunicarme. Alguna vez me siento solo cuando estoy con alguien. Que no es alguien’".
Allegados a Porchia ofrecen más perfiles de estas dos esenciales figuras femeninas. Sobre la primera de ellas, explica Margarita Durán: "Cuando [Porchia] se enamoró, su novia, que padecía una afección pulmonar, se fue agravando y murió. Nunca más volvió él a enamorarse". A la segunda alude Roberto Juarroz: "[Porchia] había amado mucho. Su extrema discreción no le impidió, sin embargo, confiarnos en alguna ocasión el hondo sentimiento que lo había unido a una mujer de vida ligera, con quien estuvo dispuesto a casarse. Así supimos cómo ella fue amenazada por quienes la explotaban, para que cortase esa relación. Y también cómo él se apartó, no por su propia seguridad, que poco o nada le importaba, sino por la de ella. Allí tiene su origen una de sus ‘voces’: Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas. La asociación del amor y las flores representa sin duda una de las claves para comprenderlo: El amor, cuando cabe en una sola flor, es infinito".
Puesto que la anécdota en Porchia es siempre anécdota del infinito, bien puede citarse en este rubro el suceso narrado por Mary Souto de García Orozco: "Estando internado por su enfermedad, al acercársele una enfermera, él le dijo: ‘Estoy enamorado de usted’. La enfermera lo interpretó como un acto de picardía, que Porchia disipó en seguida: ‘Estoy enamorado de usted, porque usted es el bien. Y yo soy un enamorado del bien’."
En 1966 Antonio Porchia había sufrido una caída desde una escalera; el golpe en la cabeza le produjo estados que sus amigos cercanos contemplaron como de somnolencia y delirio; León Benarós registra haberlo oído exclamar: "¡Qué cerca estoy! ¡Cada vez estoy más cerca!" Operado de un coágulo cerebral, se restablece por un tiempo, pero experimenta un deterioro y muere el 9 de noviembre de 1968, a veinte días de cumplir 82 años. Juarroz recuerda: "No pude estar a su lado cuando murió. [...] Había rechazado, por humildad, las invitaciones que le hicieron para visitar Europa, pero su calidez humana lo condujo hasta el punto exacto donde debía resbalar. Quizá no haya sentido ninguna sorpresa: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez".
Uno de los testimonios más ajustados que se han hecho sobre el autor de Voces, lo emite el escultor Líbero Badii, amigo muy cercano de Porchia (y que realizó un busto de bronce con la efigie de éste): "Siempre hablaba de la belleza. Nunca relataba anécdotas de su vida, sólo se refería a temas abstractos y eternamente relacionados con la gran Armonía. Nunca le escuché una palabra amarga y, sin embargo, había sufrido como pocos. Pero cada golpe se convertía, después de años de meditación, en una breve frase de sabiduría. Nadie se había dado cuenta aún de que las voces de Porchia son autobiográficas minuto a minuto, una por una lo narran, pero no a la manera directa de un hombre que cuenta cómo le han dolido las cosas, sino a la manera trascendida de un auténtico iluminado. Porchia tenía la paz. Pagó con su soledad, con su vida de monje, tanta ventura. Pero yo lo aplaudo. A mí me hacía bien estar con él y escucharle de vez en cuando una palabra de admiración por lo creado, por la Belleza, por la perfección del instante. O simplemente que se callara, como lo hacía tanto. No era necesario hablar. Él decía que todo el conocimiento se condensa en veinte palabras, y se espantaba ante la mole de libros que le llegaban por día, enviados por amigos desconocidos. ‘Cuántas palabras’, se lamentaba. Escribía muy poco, cuatro o cinco frases por año. Pero trabajaba cada una con un rigor no solamente interior sino también de artífice del lenguaje. Era maniático por las comas, porque una coma resultaba fundamental para marcar matices de su pensamiento. Solamente lo he visto furioso por eso: por una coma equivocada en la imprenta".
En 1979 sobreviene la gran edición francesa promovida por Fayard en su colección Documents Spirituels, en traducción de Roger Munier, con prólogo de Jorge Luis Borges y postfacio de Roberto Juarroz. En ese prólogo, Borges escribe: "Los aforismos de este volumen van mucho más allá del texto escrito; no son un final sino un comienzo. No buscan producir un efecto. Podemos sospechar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante".
Pese a este momento de importante difusión en Europa (y pese a los que se dieron esporádicamente en vida del autor), la obra de Antonio Porchia parece destinada al secreto o, con mayor exactitud, al secreto compartido: quien recibe las voces, independientemente del modo en que llegan a sus manos (ejemplar, fotocopia, transmisión oral), no siente que sean textos sino umbrales (y no el umbral que "vence al olvido" sino el que se deja vencer por la memoria verdadera). Asimismo, cada iniciado intuye que ese arribo no puede calificarse como un acto anónimo sino como un diálogo específicamente destinado desde siempre a ese lector en particular. Recibir una voz, leerla, oírla, acariciarla, comunicarla, no son actos cotidianos sino la forma de deletrear un destino (y, tal vez, el destino). Del mismo modo, quien intenta hacerlas pasar por el ojo de la crítica literaria, termina por entender (o de otro modo no entiende) que las voces son, más que un género en sí mismas, un espíritu.
Antonio Porchia fue enfático respecto al nombre exacto que había elegido para su escritura, así como para el contexto que debería dársele; según testimonio de Alberto Luis Ponzo, Porchia declaró: "Jamás digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado". Estas palabras forman en sí una muy inusual voz autorreferente; puesto que Porchia hablaba en/con voces, tal petición podría anteceder a su obra completa junto con lo que declaró a Daniel Barros ("Esto no es mío, es de todos") y a Inés Malinow ("Mi libro Voces es casi una biografía. Que es casi de todos").
El hecho de que eligiera el nombre unitario voces ha sugerido a algunos lectores la imagen del autor "escuchando" estas frases como en un dictado o un trance. A esto, Roberto Juarroz responde: "Me desconcierta el verbo ‘escuchar’, porque no creo haberle oído decir que ‘escuchaba’ esas voces. No era un místico en el sentido tradicional, ni alguien que padece alucinaciones. Era un ser que del mismo modo en que estaba aquí podría haber estado en otro universo. No creo haber sentido tanto esa sensación ante alguien. En una de sus voces dice: Si me dijeran que he muerto o que no he nacido, no dejaría de pensarlo. Era un individuo con la disponibilidad para pensar lo que, según parece, no necesita ser pensado, y sin embargo de ese pensamiento extrae lo inédito, lo que no habíamos visto. Él vivía sus voces".
Vivir las voces equivale a hacer vivir. Como lo prueba la trama de repercusiones que ha marcado la obra de Antonio Porchia, el destino de las voces se cumple en un registro más profundo que el meramente literario; Juarroz lo certifica: "En uno de los momentos tristes de mi país se da una conjunción terrible: dos mujeres en la cárcel están amenazadas con sentencia de muerte. Llega por entonces la noche de Navidad; una de ellas escribe una misiva a la otra, que está en una celda de aislamiento. En este escrito aparecen frases alentadoras: ‘No pierdas la confianza’. ‘Siempre queda una posibilidad de salir, de salvarnos.’ ‘Te pido que recuerdes esto y trates de mantener la esperanza.’ Yo he visto una reproducción facsimilar de esa carta. Lo increíble se localiza en la parte superior de la hoja; con la misma caligrafía antecediendo al texto, hay una frase puesta entre comillas, sin el nombre del autor a quien se cita. La frase, la recuerdo tan bien, es: El amor que no es todo dolor, no es todo amor. Es una de las voces de Porchia. He narrado esto en Buenos Aires (lo hice muchas veces, en París, por ejemplo) para que la gente termine de una vez por comprender una de las claves en las que siempre he insistido: la poesía es la mayor realidad. Es, también, el mayor realismo posible. Si no lo fuera, no podría estar ayudando a alguien que va a morir".
Si el mundo literario se rigiera por leyes humanas y no mercantiles, las palabras "secreto", "clandestino" o "subterráneo", tan aplicadas a la obra de Antonio Porchia, se cambiarían por el único concepto que en verdad le corresponde: íntimo. Si fuera posible enumerar cada transmisión silenciosa de sus voces, cada vida que ellas han cambiado, cada destino que han expuesto, cada conciencia que han lanzado al infinito, el término secreto a voces resultaría óptimo. Mientras llega el momento en que la biografía de Porchia se reconozca como la de casi todos (es decir, la de todos), queda una imagen imborrable aportada por Roberto Juarroz: "Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense".


*www.secrel.com.br/jpoesia/ag12porchia.htm
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