Eran las 4:43 de la madrugada del 22 de octubre. Lo recuerdo bien, miré el gabinete abierto del computador. Le falta un ventilador, dijo mi hijo, pero andará bien, no te preocupes. No le creí. El hardware exhibía el interior, dejaba al descubierto sus vísceras de tonos azules, blancos y rojos. Lo miré con cierto desdén, me pareció vacuo, amorfo, sordo, ciego, como aquella ejecutiva en el día de la reunión mensual del comité. Conforme a lo que conferenciaba, su labor era perfecta. Todas las actividades de su unidad se habían efectuado correctamente. La escuché pensando en cómo podía exponer fríamente que todo marchaba como un reloj si recién acabábamos de informarle las fallas del sistema. Sin decirlo directamente, no aceptaba nuestras quejas y protestas evidentes, considerando los resultados observados por nuestros ojos especialistas. Permanecía impasible, como autómata repetía el discurso preparado con su ingenieril eficiencia. Discutible por cierto. Seguro le faltaba más de un ventilador, sus cables estaban empolvados y sin tarjeta madre que la alimentara o retroalimentara. ¿Qué podíamos saber nosotros enanos ignorantes ante su mayúscula inteligencia e incuestionable eficacia? La paciencia se dibujaba en nuestros rostros y sus palabras resonaban en los oídos como una letanía. La impotencia selló nuestros labios. O el sopor de la tarde con 27 grados azotándonos a las cuatro y treinta de la tarde. Fue cuando pedí un vaso de agua para tomar un remedio, un sedante para calmar el ansia de refutar, reclamar, hacer visible la molestia. Me pareció que todos imitaron, de alguna forma, mi gesto. Los observé atenta, uno, trazaba líneas en la carpeta blanca, otra se miraba el barniz de las uñas, el joven integrante, que fácilmente podía ser uno de mis hijos, jugaba con su lapicera azul mientras miraba obsesionado, la punta dorada, el anciano maestro tocaba insistente el marco de sus gafas. Supe que apaciguaban la ira, esa dinamita que comulga con la injusticia, a punto de estallar desde el diafragma o las vísceras. La ejecutiva estaba sorda, ciega, exenta de un buen procesador. Igual que el PC lucía la impúdica frialdad de sus zonas recónditas. Jamás una consulta, una pregunta, algún atisbo de humildad, para quienes se supone estamos cotidianamente en la trinchera, en el campo de batalla, lejos de un sillón preferencial desde donde se fomenta la burocracia, esa lentitud desesperante que obstaculiza el cambio anhelado. Una acción expedita que optimice el panorama. Nosotros trabajamos por amor al arte. Ella, inconscientemente, justificaba sus emolumentos, mensuales y fijos. ¿Qué sabe ella lo que enfrentamos día a día? ¿Cómo reaccionaria al estar frente a nuestros pares, los numerosos críticos implacables del sistema? ¿Ante quienes nos tenían en el dichoso comité? y ante los cuáles, intrépidos, damos la cara. Su fatua actitud nos habla de un desconocimiento absoluto de la realidad. Y ella gana el dinero.
Después de la reunión, estuvimos de acuerdo en que la joven ejecutiva presentaba visibles manchas de soberbia mezcladas con prepotencia académica. ¡Qué hacer!, así es el sistema dijeron todos al unísono y con rostros sombríos. Yo asentí, empapada de olor a oveja, tampoco quise darle más importancia para no alterar más mi presión arterial. Ahora que lo pienso, este computador con una tarjeta madre de dudosa calidad y aún cuando le falta un ventilador funciona más eficazmente y con visible humildad y respeto. Plausible. Definitivamente, no puede compararse a la mujer vestida de gris.