Egon Schiele

"No hay arte nuevo. Hay artistas nuevos. El artista nuevo tiene que ser fiel completamente a si mismo, ser un creador, ser capaz de construir sus propios cimientos directamente y solo, sin apoyarse en el pasado o la tradición"

Miguel Barnet

".. nos gusta también burlarnos del canon de las academias y de los académicos, de los poderes hegemónicos, de la bolsa de valores y de la prensa adocenada que nos castiga a diario con un lenguaje antiliterario. La literatura no es otra cosa que un antídoto frente a los valores absolutos, un bálsamo y un espejo impúdico que no debe ocultar absolutamente nada. La literatura es la verdadera Caja de Pandora de la mitología y no un tratado de armonía y belleza como quería Platón sino un salvoconducto para instalarnos en esa esfera de lo estético que condensa las aspiraciones más puras del ser humano".
Encuentro Internacional SECH -Chile

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Perfidia


Toda la vida era para Leyla una historia mal hecha, una pancarta de sombras clavándole las vísceras y expulsando víboras de sus delgados labios resecos. Su rostro era mustio, la curva de sus labios amarga. Criticaba a todos y todas, hombre, mujeres o cosas pasaban por su afilada lengua. Ninguno quedaba en pie. Si alguien le contaba algún logro, tenía la fórmula perfecta para bajarle el ritmo alegre a la noticia. Yo la observaba. No lograba entenderla. Rodeada de lujos y de frecuentes viajes por europa o asia, Leyla se vestía a la moda de la mano de un ropero que cubría doscientos metros cuadrados de su gigantesca casa. Era una mujer que tenía todo lo que el dinero puede comprar. No dejaba de preguntarme: ¿Qué podía faltarle que la hacía ácida o la llevaba a colgar de su cuello la infelicidad en su fastuoso cordón de oro macizo? ¿Cómo podía ser distinta a su hermano?. Él era sencillo, humilde, cariñoso. Ciertamente no podía comprender cómo Leyla podía ser hermana de mi marido.

Ir a su casa y encontrármela era como estar junto a una arpía, no tenía alternativa, era mi única cuñada. Jaime era afectuoso, dulce, comprensivo. Recién habíamos cumplido seis meses de casados. Después de visitar a su hermana y su madre, Jaime salía de la casa de su hermana repitiendo con voz suave: no le hagas caso, ya sabes como es. Mi pobre hermanita no tiene remedio. Y acariciaba mi espalda con ternura, consolándome con la mirada llena de amorosos mensajes. Si la madre de Jaime no viviera en esa casona, no me preocuparía. Él se pasaba justificando a su “pequeña hermanita”. Así la llamaba. ¡Qué ridículo!. Qué complicado debe ser vivir con ella, pensaba yo, pobres sus hijos, pobre su marido, pobre mi suegra. Tenía temor de encontrarme con Leyla, ir a ver mi suegra al palacete de mi cuñada se transformó en un suplicio, la situación se tornaba insostenible. Empecé a mentirle a Jaime: me duele la cabeza, tengo dolor de estómago, estoy muy cansada, las primeras dos semanas él aceptó mis excusas, pero, luego ya no sabía que decirle, la tercera semana fingí un esguince. Eso me permitió un descanso de tres semanas más sin ver a la, a estas alturas, repugnable Leyla. Llegó el día en que mis pies se agotaron de disimular o que ya no era posible seguir con el engaño. Decidí conversar con Jaime y contarle lo que me sucedía. Su cara pasó de la palidez total al rojo vivo, mi amado Jaime, dulce marido, no pudo soportar haberse casado con semejante monstruo, que se expresaba de esa manera de su propia sangre. Eres una infame, dijo, una bestia insensible, como sino fuera suficiente ser una bestia, pensé asombrada, ¡monstruo!, espetó fuera de sí, ¿cómo no puedes comprender a mi querida hermanita?, con los ojos desorbitados se sacó el cinturón, empezó a darme correazos por las piernas y el trasero, luego un palmetazo en mi cara. Un puntapié terminó conmigo en el suelo. Las víboras salían multiplicadas de los delgados, resecos labios de Jaime.

martes, 27 de noviembre de 2007

Miseria

¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, dicho esto, arrojó la boina sobre el sillón de color burdeo (color que Ignacio aborrecía). Rebeca lo miró extrañada. Ignacio tenía su genio, y sus manías de poeta, pero nunca había llegado enfurecido ni golpeando la puerta ni con la terrible ira de hoy que cubría la atmósfera de la casa. Sin decir palabra, se dirigió a la cocina a prepararle un té, pensó que tal vez el líquido caliente, ritual cotidiano, le compondría el genio. Unas palabrotas más irrumpieron en la cocina. Supo que era inútil seguir calentando agua para el té, en la alfombra, de guata, histérico y brutal Ignacio se veía un vulgar maniquí, con menos dignidad que el encontrado en la calle Bandera. Idiotizada por la escena lo miró de pie al borde del fleco amarillento de la alfombra damasco. Recordó que en la mañana Ignacio como nunca despertó feliz, había terminado de armar unos libros y programado realizar unas visitas para ofrecer algunos y obtener dinero para pagar el gas o la luz, salió alto, hermoso, vital con la mochila al hombro. Vender sus libros, hechos por él, le producía una alegría enorme, se desbordaban por las paredes picaflores multicolores y un vaso de vino en la poltrona gris sellaba el día saludando las sombras benignas de la noche penquista. Eran jornadas en los que ella se sentía en completa armonía con el cosmos, que Ignacio, su querido hijo vendiera sus textos, su obra poética y se sintiera realizado era el anhelo que la conservaba con vida, con ganas de seguir adelante pese a las penurias económicas que pasaban. No podía ser de otra forma, ella viuda, Ignacio, su único hijo, artista y cesante. Vivian en Chile. Sin saber qué hacer vio a su hijo llorar de rodillas desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció su pecho. Se sentó y esperó paciente. No tenía mucha claridad respecto a qué esperaba. Que Ignacio callara, que le relatara lo que sucedía, saber tal vez quién le había dañado. Habían transcurrido tres horas desde el arribo de su hijo a casa. Calmado, con el rostro desfigurado por el dolor y la impotencia le dijo: no reciben más libros artesanales en las librerías, y a quienes les ofrecí, respondieron que no tenían plata para comprar Hu........., me encontré con unos excompañeros de universidad y me pidieron libros, es decir que se los regalase. ¿Por qué será que la gente siempre quiere que le regalen los libros? Tenía la mirada nublada, la tristeza anegaba sus pupilas. El desencanto era total. Rebeca se sintió invadida por la silueta de la muerte. No quiso resistirse. Miró a Ignacio con ternura. Su cuerpo resbaló de la silla.

Marta, la amiga que me narró esta historia me dijo vi cuando Ignacio se arrodilló sobre la alfombra, lloraba desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció mi pecho.

No pude dejar de exclamar: estamos en Chile, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!