¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, dicho esto, arrojó la boina sobre el sillón de color burdeo (color que Ignacio aborrecía). Rebeca lo miró extrañada. Ignacio tenía su genio, y sus manías de poeta, pero nunca había llegado enfurecido ni golpeando la puerta ni con la terrible ira de hoy que cubría la atmósfera de la casa. Sin decir palabra, se dirigió a la cocina a prepararle un té, pensó que tal vez el líquido caliente, ritual cotidiano, le compondría el genio. Unas palabrotas más irrumpieron en la cocina. Supo que era inútil seguir calentando agua para el té, en la alfombra, de guata, histérico y brutal Ignacio se veía un vulgar maniquí, con menos dignidad que el encontrado en la calle Bandera. Idiotizada por la escena lo miró de pie al borde del fleco amarillento de la alfombra damasco. Recordó que en la mañana Ignacio como nunca despertó feliz, había terminado de armar unos libros y programado realizar unas visitas para ofrecer algunos y obtener dinero para pagar el gas o la luz, salió alto, hermoso, vital con la mochila al hombro. Vender sus libros, hechos por él, le producía una alegría enorme, se desbordaban por las paredes picaflores multicolores y un vaso de vino en la poltrona gris sellaba el día saludando las sombras benignas de la noche penquista. Eran jornadas en los que ella se sentía en completa armonía con el cosmos, que Ignacio, su querido hijo vendiera sus textos, su obra poética y se sintiera realizado era el anhelo que la conservaba con vida, con ganas de seguir adelante pese a las penurias económicas que pasaban. No podía ser de otra forma, ella viuda, Ignacio, su único hijo, artista y cesante. Vivian en Chile. Sin saber qué hacer vio a su hijo llorar de rodillas desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció su pecho. Se sentó y esperó paciente. No tenía mucha claridad respecto a qué esperaba. Que Ignacio callara, que le relatara lo que sucedía, saber tal vez quién le había dañado. Habían transcurrido tres horas desde el arribo de su hijo a casa. Calmado, con el rostro desfigurado por el dolor y la impotencia le dijo: no reciben más libros artesanales en las librerías, y a quienes les ofrecí, respondieron que no tenían plata para comprar Hu........., me encontré con unos excompañeros de universidad y me pidieron libros, es decir que se los regalase. ¿Por qué será que la gente siempre quiere que le regalen los libros? Tenía la mirada nublada, la tristeza anegaba sus pupilas. El desencanto era total. Rebeca se sintió invadida por la silueta de la muerte. No quiso resistirse. Miró a Ignacio con ternura. Su cuerpo resbaló de la silla.
Marta, la amiga que me narró esta historia me dijo vi cuando Ignacio se arrodilló sobre la alfombra, lloraba desconsolado, tenía los puños cerrados y una angustia que enrojeció mi pecho.
No pude dejar de exclamar: estamos en Chile, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!, ¡¡Mierda!!
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